(SP) Entrevista con Ernest Hemingway

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Mis amigos Escriventores me dieron un reto: hacer una entrevista con Ernest Hemingway para luego publicarla en nuestra página web de Escriventores. Ideábamos tener una sección llamada Mentiras y otras barbaridades. Supuestamente yo, sin duda el más mentiroso, estaba encargado del primer artículo en esta sección. Espero lo disfruten.

manuel

Entrevistando a Hemingway.

Parte primera.

Siempre haz sobrio 
lo que dijiste que harías borracho.
Eso te enseñará a mantener la boca cerrada.
EH

El año era 1954 y yo recién empezaba mi primer trabajo a sueldo en El Pensilvania Examiner, una publicación que trataba de los acontecimientos más grandes de la última semana, ofreciéndole al lector un resumen breve de lo más importante ocurrido a nivel mundial durante ese período, sin que él tuviera que leerlo todo día por día. Para mí era un trabajo de verano, ya que la idea, o según mi padre más bien la hipótesis, era de seguir con mis estudios y sacar un doctorado en dialectos e idiomas. Mi padre, entiendo ahora, si bien era demasiado bueno, también era sínico por naturaleza. Eso dicho, habiendo sufrido de aprendiz sin paga en una docena de editoriales, cada cual más infernal y apestosa que la anterior, la idea de tener un sueldo fijo, aunque retrasara un tanto mis estudios, poseía su mérito y no obstante la diminuta compensación, el admirable concepto de recibir un sueldo por escribir mantenía mi entusiasmo. 

—Manuel—, dijo mi jefe una mañana, explotando su voz de madrugada, una vos ronca de rana gorda que de tanto gruñir escalaba octava por octava a medida que transcurría la jornada—. En dos días llega don Ernest Hemingway de visita a esta ciudad —elucidó—. Como sabes, acaba de recibir el Premio Nobel. Ya que estás estudiando literatura y según dices publicaste un libro, ¿quizás puedas conseguir una entrevista?

Mientras predicaba, mi jefe trataba de controlar una sonrisa irónica. Era obvio que me facilitaba la “oportunidad”, entre comillas, ya que ninguno de los demás incapaces que cobraban su sueldo aquí, serían capaces de conseguir una entrevista con una persona, cualquiera que sea, aunque fuese un borracho. Con una eminencia volando a las alturas de Hemingway, era de no pensarlo. En todo caso, obvio que si había que fallar, mejor que fallara yo, el más junior de todos: así la editorial guardaba las apariencias y no sufría un terrible desprestigio. Por otro lado, fue la primera vez que supe que mi jefe había leído mi solicitud de trabajo, ya que era el único lugar donde me acuerdo haber señalado que tenía un libro publicado.

—No tengo a nadie que compare con tus antecedentes tan estelares —continuó croando el viejo, ahora sonriendo sin disimular—. El don llega pasado mañana y no hay nadie que lo entreviste. Lo van a recibir con la pompa y ceremonia que supongo corresponde. El alcalde ofreció una cena en su honor, viene gente de todos lados, obispos, senadores, vips, cada uno más ilustre que el otro: le van a dar la llave de la ciudad, ese tipo de cosas. Ve si puedes asistir a la cena, aunque lo veo difícil. Ni yo conseguí una invitación. Por lo demás, no creo que autorice una entrevista, pero en una de esas . . . ocurre un milagro. Date cuerda y ve que puedes hacer. Entiendo que parte del año vive en Cuba —agregó de manera despectiva— y tú eres latino, hablas mejicano. Son idiomas parecidos ¿no?

Lo miré aturdido y entendí que la entrevista había terminado ya que en menos de poder decir “Hijos de la revolución. . . ”, mi jefe, anfibio y sinvergüenza que era , ya estaba en otra, sumergido a fondo entre sus papeles. 

Y así tal cual y tan de sorpresa, encontré un nuevo quehacer en mi vida y uno que cambió mi historia, aunque eso todavía no lo sabía, ni que lo sospechaba.

Tengo dos días para prepararme, pensé y decidí aprovecharlos.

“Hemingway, Ernest, nacido el 21 de Julio de 1899 en el estado de Illinois,” fue lo primero que leí en la enciclopedia. Novelista y escritor de cuentos cortos, el tipo había recién recibido su Premio Nobel por maestría en el idioma y sus varios libros, todos bien recibidos por críticos y público igual, entre ellos Adiós a las armas, Por quién doblan las campanas y recién el año pasado, El viejo y el mar.

 Quizás se lo merece, imaginé de buenas ganas y después recordé haber estudiado uno de sus cuentos cortos llamado Colinas como elefantes blancos: en mi opinión, la leyenda más perra desde que se inventó la ficción, solo superado en su trivialidad e insignificancia por algunos de Chejov. Por otro lado, según mi profesor, una magistral obra de arte de la cual no paraba de hablar ad nauseam y una que se decía tenía una sola palabra de sobra en sus treinta y más eternas páginas. El desafío era de encontrarla, fuera de descifrar de qué se trataba. Lo leí tres veces y me fastidió no poder encontrarla. Todas las palabras están de sobra, pensé en ese entonces y luego, usando mi mente soberbia tan propia de un estudiante, decidí que mi análisis estaba correcto, impecable como siempre, y lo dejé de lado.

Había llegado la hora de retomar el tema Hemingway, aprender de su vida y a primera vista, para que decir el desastre:

Apenas terminó sus estudios básicos, e impaciente por una vida más movida, no entró a la universidad sino que se fue a trabajar con un periódico. Lo que no duró mucho. Al empezar la primera guerra mundial, deseoso de entrar al ejército, no pudo debido a tener problemas con un ojo, lo que no lo disuadió en lo más mínimo y entró de voluntario como chofer de ambulancia a la Cruz Roja en vez. Decorado por su valentía y herido en el frente Austro-Italiano en un lugar llamado Fossalta di Piave, fue hospitalizado en Milán donde se enamoró de su enfermera que según dicen lo rechazó. Rechazado y todo, por lo visto se rehabilitó, pensé. A esas alturas, el joven Hemingway todavía no cumplía los 19.

Comparando la vida de aventuras de mi nueva tarea, con mi triste vida de solo estudiar y contemplar mi futuro con poco entusiasmo, el gran señor me empezó a gustar y sin darme cuenta lo empecé a envidiar: a los 18, el cabrón tenía cinco años menos que yo y había vivido diez veces más.

El primer apartamento que el joven escritor arrendó en París en diciembre de 1921 no disfrutaba de agua potable y el toilette consistía de un closet y un balde: un lugar, me imaginé, ni muy encantador ni saludable. No obstante las dificultades, el futuro Premio Nobel, favorecido por una prosa lucida, coherente y breve, en poco tiempo se destacó. Desde un principio reconocido por su talento y apoyado por otros escritores famosos de la época, entre ellos F. Scott Fitzgerald, Erza Pound, y James Joyce, el joven autor logró el éxito que ambicionaba, al mismo tiempo que detestaba, convirtiendo su existencia en un eterno espectáculo a plena vista y con el cual tuvo que lidiar toda su vida.

Hemingway resultó ser un hombre complicado, resuelto y talentoso, a la par de otros grandes maestros. Resolví que en definitiva me gustaban los dos Hemingways, me refiero al escritor y la persona, y me puse a leer el cuento que tanto odié tres años atrás, entre tanto ubicaba una copia de su nuevo libro, El viejo y el mar, una obra escrita en 1951 que trataba de la lucha entre un viejo pescador llamado Santiago y un tremendo pez, lo que algunos decían demostraba su originalidad y destreza, mientras otros sospechaban que la escribió pensando en ganarse el Premio Nobel. —Pura envidia —dije entre dientes, sabiendo que Einstein consiguió su divorcio prometiendo la totalidad de su Premio Nobel a su señora, aunque demoró cerca de veinte años en recibirlo: tan seguro estaba de ganarlo. Los genios, decidí en ese momento, no son genios por nada.

Mientras averiguaba sobre la vida del gran señor y su último libro, rumiaba la manera de conseguir una entrevista: era lindo tener dos días libres para prepararme, pero más lindo sería conseguir entrevistarlo, lo que sin duda sería un golpazo insuperable, el primero en mi vida y quizás el más grande, o el último, uno nunca sabe, aunque el problema que se venía encima era el siguiente: la persona que pretendía entrevistar, fuera de ser un famoso escritor en pleno apogeo, entre otras cosas era pescador, cazador, boxeador, guerrero y esquiador, todas cosas que se convirtieron en el telón de fondo de su narrativa. En resumen, el tipo hacía de todo: se trataba de un verdadero deportista, un hombre canchero, del mundo, fuera de ser gran competidor y lo que hacía no lo hacía a medias: escribía un libro y ¡zas! ganaba el Premio Nobel. Cazaba leones en África y a falta de leones, elefantes; no maltrataba cucarachas en su casa. ¿Y qué sabía yo de escribir o de cazar?

Si una persona es capaz de cazar leones, yo soy capaz de hacer una entrevista, inventé y armado de ese valor tan propio y falso que trae la juventud o tal vez la falta de experiencia, decidí no quedarme sin la audiencia: ¡sí o sí la entrevista, cueste lo que cueste, valga lo que valga y si tengo que morir en el intento de cumplir con mi deber . . .! Chistosa es la ignorancia. Por suerte, un valor que no fue necesario poner a prueba ya que al día siguiente de llegar a nuestra hermosa ciudad, el señor Hemingway llamó a nuestra oficina.

Resultó que la única idea que se me había ocurrido fue de hacerle llegar una copia de mi libro, Popurrí, a su hotel: un libro de cuentos cortos, pero entre ellos uno que trataba de la guerra entre Estados Unidos y México que pensé le gustaría. Dentro del libro iba una nota con mi nombre solicitando la entrevista y hablando sin parar de Cerro Gordo, mi propio cuento.

—Teléfono Manuel— escuché a la secre gritar—. Un tal Jemibuey.

Nuestra secretaria que gozaba de una voz maciza, chirriona y de un solo volumen el cual yo odiaba, esa mañana me pareció poseer la locución de un ángel: dulce, sublime y encantadora. Miré a mi jefe: él y todos mis compañeros miraban en mi dirección paralizados, igual que tarados con la boca abierta de par en par, baboseando, no creyéndolo, mientras yo pretendía que era algo común: una llamada entre otras, insignificante y trivial, incluso se me ocurrió decir que estaba ocupado, que mejor dejara un mensaje.

—¿Sí? —dije tomando el teléfono en una mano que temblaba sin parar, tratando de decir poco y no tartamudear, al mismo tiempo que ignorando el pulso que me toreaba fuerte, como tambor en los oídos.

—Excelente cuento Manuel —escuché la voz decir entre las mil campanas que repicaban en mi cabeza—. Que bien hombre, me encantó. Toda mi vida me ha fascinado la guerra, algo que no me cansa. Me gusta cuando los hombres pueden ser hombres, corajudos, con pelo en el pecho, fétidos, sin afeitar, sin necesidad de pedir disculpas y las mujeres tienden a ser deliciosas. Obvio que hacemos una entrevista. ¿A qué hora vienes?

—En una hora empiezan a servir cócteles —comenté con toda la calma del mundo, calma que no sentía, sorprendiéndome a mí mismo. ¿De dónde saqué esa frescura? confieso que nunca supe y años después sigue siendo un misterio.

— Impecable —escuché la voz decir—. Te espero abajo, en el bar.

Y era verdad lo que decía. Éste era un hombre entre hombres en todo el sentido de la palabra y usando su propio vocabulario, corajudo. Justo esa noche había leído que solo diez años antes había llegado a Londres como periodista, y sin perder tiempo participó en varias misiones sobre territorio alemán volando con la Real Fuerza Aérea, para luego cruzar el Canal de la Mancha acompañando soldados americanos durante el famoso día-D, participando en la invasión de Normandía como corresponsal, nada menos. La fecha: 6 de junio de 1944.

Y eso no fue todo, el tipo no paraba. Hemingway batalló codo a codo con los soldados americanos contribuyendo en diversas ofensivas, una de ellas la nombrada Batalla de la Protuberancia a fines de 1944, igualmente conocida como la Batalla de Ardeness, que resultó ser la última gran acometida de Hitler en el frente occidental, con el propósito de alejar a los aliados de Alemania. Distinguido una y otra vez por su valentía y considerado por soldados profesionales como un verdadero experto en tácticas militares, el uso de las guerrillas y de cómo obtener información, Hemingway, intrépido que era, en ningún momento aflojó, hasta no participar en la liberación de París, ciudad a la cual entró triunfante junto con sus compañeros a fines de la guerra en 1945.

Al llegar a la cita convenida, puedo decir sin exagerar que aún sin saber que esperar, me encontraba tranquilo, sereno, sin duda algo raro en mí. Quizás por primera vez en mi vida, la importancia de lo que estaba por ocurrir no importó y confieso que leyendo las hazañas de este hombre me había contagiado: sin saber el motivo, me sentía con más valor y sin una pizca de nerviosismo.

En dos minutos me encontraba estacionado frente a él ofreciéndole la mano.

Parte segunda.

La persona que me esperaba parecía haber llegado, sin hacer escala, de un safari. Un hombre de barba negra salpicada de gris y profusa. Los ojos brillosos e inteligentes detrás de anteojos redondos sin marco, vistiendo una chaqueta de cuero, bien cansada y con flecos. Además, ya había un trago sobre la mesa: el tipo se miraba interesante, relajado, cómodo. Yo en cambio, vistiendo ropa recién comprada para la ocasión me sentía demasiado almidonado, tieso, por no decir enyesado, incluso me costaba respirar.

La mano que me ofreció resultó ser fuerte, áspera, con varias cicatrices a la vista, tostada por el sol y callosa. Ésta no era la mano que se había ganado un Premio Nobel: ésta era una mano para aplastar teclas, estropearlas, humillarlas, no acariciarlas bonito y producir una maravilla. De un comienzo el autor me pareció una gran contradicción y yo me sentí inferior. Mi propia mano, suave, sin durezas y rosadita nueva, sin siquiera un rasguño, se miraba de muñeca en comparación. Así todo, esa impresión de estar ahogándome en aguas profundas no duró mucho ya que la expresión del famoso autor me puso los pies en tierra firme: una sonrisa afectuosa era algo que yo entendía.

—¡Qué gustazo Manuel! —me dijo por segunda vez—. Qué bueno conocer a un hombre que le gusta escribir de la guerra. Ese cuento de Cerro Gordo es prueba suficiente.

Sin querer y obvio que sin los medios de prevenirlo, de un principio me pareció que era él que me entrevistaba a mí. Nunca pensé que una historia de guerra le gustaría tanto, pero tal vez había una pizca de razón detrás de todo: Hemingway vivía en Cuba, conocía el Caribe, había participado en la primera y segunda guerra mundial, incluso había una serie de principios conocidos como el Código de Hemingway, principios que definían a un hombre, que le ayudaban a sobrevivir en este mundo repleto de conflictos y tal vez salir victorioso. Me refiero al honor, coraje, aguante y dignidad. Sin querer, yo había escrito un cuento en que el protagonista llamado Pichón, nacido en Haití y con planes de volver a Cuba se encontraba con su antiguo capitán de La Legión Extranjera en La Habana y después de dialogar, salían juntos a buscar aventura y con suerte, fortuna, uniéndose al general Santa Anna en México: por casualidad y sin querer, el código de Pichón, resultó ser idéntico al de Hemingway.

—Siempre me fascinó la historia de la guerra contra México —afirmó Hemingway—. Nací medio siglo después que terminara el conflicto, pero me gustaría pensar que habría seguido los pasos de Pichón.

—Sería pelear contra su propio país —comenté yo.

Hemingway frunció las cejas y maduró la idea. —Quizás no lo hubiera hecho —dijo al final, con tono de resignado—. Aunque si hubiera nacido en Tijuana, seguro que sí. ¡Viva México! —gritó, algo que logró girar cabezas en todo el bar.

Yo sonreí. Era difícil pensar que recién lo conocía. En ese momento y escuchando su risita, me pareció estar conversando con un viejo amigo. ¿Excéntrico? desde luego, fascinante además, pero amigo igual.

 —Mucha gente consideró la guerra contra México una guerra inmoral —declaré—. Una guerra de un país grande y poderoso a un país chico, pobre y desorganizado, con el motivo de conseguir territorio, de avanzar su propia causa a espaldas del otro.

—No he visto guerra que sea moral —afirmó Hemingway—. Y eso que participé en varias. Quizás en un comienzo algunas lo son, aunque pronto se convierten en una desgracia para todos. En el fondo la guerra es una reflexión del mundo en que vivimos: complejo, lleno de ambigüedades morales, ofreciendo un sinfín de dolor, sufrimiento y destrucción. Ésa ha sido mi experiencia.

Yo estaba de acuerdo, aunque nunca, ni siquiera cuando escribí mi cuento tenía la idea clara o la podría haber expresado de manera tan simple y directa.

—Lo que dice tiene razón —dije a la larga—. Siempre quise escribir un cuento en que el manda menos, sabe más, tiene más experiencia, astucia y recorrido, y el manda más le pide consejos. Ese fue mi primer ensayo.

—Eso de defenderse asando carne fue genial —dijo el maestro—. No es la primera vez que ocurre, sin embargo le viene al cuento.

—Seguro que lo leí en alguna parte, —confesé.

—Lo que no importa. Los lectores quieren información, fuera de ser entretenidos. Desean dar vuelta la página y averiguar que sucede sin tener que hacer un diagrama para entender lo que escribe el autor. Incluso algunos se anticipan y creen saber lo que va a ocurrir. Es parte del gusto que trae la lectura. Acuérdate que estás escribiendo un cuento, no explicando una filosofía engorrosa. En todo caso, hay mil maneras de matar un gato y todas válidas.

—¿Y el miedo? —consulté —. ¿Qué hace uno con el miedo?

—Eso es más complicado, —dijo el autor—. Eso es punto y aparte y algo que de un principio me costó mucho, hasta que me di cuenta que no me podía pasar nada que no le había pasado a miles de hombres igual que yo, a través de los siglos. Lo que tenía que hacer, fuese lo que fuera, otros ya lo habían hecho. Y si ellos lo habían hecho, yo también. Después de unos meses, descubrí que la mejor estrategia era de no preocuparme.

—Usted es conocido por su estilo seco, libre de todo lo innecesario, —largué yo, por primera vez haciendo una pregunta seria, aunque reconozco que tratando de seguir el hilo de la conversación—. Su estilo es de eliminar la verbosidad, lo sentimental, la decoración —continué—. Usted revela un diez por ciento y deja que el lector se imagine el resto, igual que un témpano de hielo. Fuera de eso, sus palabras quedan tiradas sobre las arenas de un desierto, secándose a pleno sol. Después, lo único que resiste y persiste es el esqueleto blanqueado de su historia.

Ese análisis tan colorido e improvisado le ocasionó una sonrisa. Lo que menos quería yo era una sesión de preguntas y respuestas con el autor, cosa que había ocurrido mil veces y se podía leer en cualquiera revista. La idea mía era de hacer algunas preguntas, tal vez una que otra observación, contar un chiste y dejarlo hablar, ver qué rumbo seguía.

—Me hice famoso por ese estilo —explicó Hemingway— muchos dicen que debuté un nuevo estilo de escribir ficción, lo que resultó ser un tipo de trampa. Buena trampa, pero trampa igual. Ahora si escribo algo que no es solo un verbo o un sustantivo, los críticos se vuelven locos, aúllan, me queman en efigie.

—¿Un pequeño, insignificante y minúsculo adjetivo no es permitido? —pregunté yo, agarrando confianza, tratando de hacerme el gracioso.

Él se carcajeó. —Cualquiera creería que si uso un adjetivo, o peor, un adverbio, le estoy insultando la madre a esos hijos de puta que son los críticos.

—Parecen ser más jueces que otra cosa —comenté, sonriendo, siguiendo la onda.

—De un principio, escribí mis diálogos usando frases cortas, simples, sin mucha complicación. Es la manera de hablar de la gente. ¿Quién iba a pensar que sería todo un éxito?

—Muchos de esos críticos dicen que su éxito fue de escribir sobre lo que sufre el espíritu humano después de la guerra y las consecuencias.

—Puede ser —dijo el autor con voz de serio—, nunca me senté a examinarlo.

—La sutileza es más fuerte ya que es inesperada y llega de sorpresa —solté, cambiando un poco el tema—. Sobre todo si se trata de una ironía.

—Tal cual —dijo Hemingway, de acuerdo con mi observación—. En todo caso, la sutileza en una novela tiene más fuerza que lo torpe y rústico. Sin embargo, no por eso deja de ser una trampa que te agarra por los pelos cortos. Después, todos esperan que sigas así y es difícil cambiar.

—Lo que no fue necesario —afirmé—. Una vez inventado un nuevo estilo, lo que resultó ser  un vernáculo propiamente americano, fue mejor seguir. Total, en un dos por tres quedó establecido. Usted creó un tipo de ficción en que nada de lo importante se dice explícitamente, uno en que el significado se establece a través del diálogo, de la acción y también con el silencio, las pausas.

Mentalmente me felicité por hacer un comentario tan avispado. No por nada me había pasado dos días sin dormir leyendo sobre este hombre.

—Esos diálogos escritos de manera simple y directa, resultan ser airosos, naturales, elegantes sin parecer artificiales. — adelanté yo—. Si se trata de cazar leones, de una batalla, o de una corrida de toros, el lector se siente en terreno, ahí mismo, respirando el polvo, escuchando zumbar las balas, o el lamento de un compañero herido, sufriendo el olor a sangre, atormentado aguantando la sed y el hambre, sudando la gota gorda junto con el personaje.

Hemingway no dijo nada y pidió otro trago. —A propósito de la sed, — declaró haciendo un gesto con la boca.

Yo esperé a ver que decía y me concentré en los restos de mi ron.

—Escribo la verdad —dijo después de unos minutos—. Para conseguir eso hay que primero conocerla. Hay que verla, olerla, sentirla, escucharla, hay que estar ahí, en el medio de la acción. Es la única manera.

—¿Le puedo decir una cosa? —pregunté, después de otro largo silencio.

Hemingway, revolviendo su trago sin apuro y sin levantar la vista asintió con la cabeza. Me pareció que estaba en otra, tal vez lejos de ahí.

—No sé si lo que voy a decir es una crítica de su manera de escribir o un aplauso a su estilo de vida, —señalé yo—, sin embargo, tengo la impresión que usted supera a sus protagonistas. Parece mentira pero ninguno de ellos logró hacer lo que usted hizo, ver lo que usted vio y sobrevivir.

—Puede ser —contestó él, volviendo al momento y nuevamente prestando atención—. Yo escribí de hombres que conocí, nunca de mí. Hombres jóvenes, viriles, llenos de vida y capaz de hacer cosas, de tener logros, de conseguir cambiar la trayectoria del mundo en que vivían y forjarlo a su parecer . . . lo que no siempre resultó. Igual a ese tal Pichón del cual escribes. Hablo de personas que representan el enigma que significa ser hombre, viril, con todas sus cuantiosas contradicciones y que según dicen captura la imaginación de muchos. Por lo demás, son hombres de suprema confianza en si mismos, al mismo tiempo que sensibles, susceptibles, sin duda afectados por lo que han visto en la guerra.

—Eso será la guerra —comenté yo—. Supongo que su libro El viejo y el mar es diferente.

—No —dijo el autor—. A fin de cuentas una lucha es una lucha. Sea donde sea, es lo mismo.

—No entiendo —dije. Y la verdad era que no había entendido.

—Es parte de mi filosofía —explicó el autor—. Algo para todos los tiempos, universal: si un hombre goza de suerte en la vida, es porque tiene algo que lo obliga a salir adelante, a surgir, algo meritorio, algo más fuerte y grande que él, tal vez peligroso. En el fondo se trata de un desafío, el reto que nos obliga a continuar. En el caso del viejo Santiago, es el pez. Un pez que representa la inagotable fuerza del universo, fuerza digna de un verdadero hombre y que solo puede ser superada por un tremendo esfuerzo. El mar representa la vida: de mar bravo a sosegado, con todo lo de por medio. Quiere decir que para sobrevivir y salir adelante, hay que tener perseverancia, aguante. Es la única manera.

—O somos hombres o somos ratones —dije yo—. Hay que elegir.

Hemingway se rió. —Sí —dijo entre risotadas—. La purísima verdad. En resumidas cuentas tú lo has dicho . . . y en muchas menos palabras que en mi libro.

—Y no importa si saca el pez o no — expresé yo, mareado de contento con mi resumen que le pareció tan gracioso—. Lo que importa es la lucha, ¿verdad?

—Así es. La lucha es primordial. El esfuerzo individual es lo que define a cada hombre.

—¿Y las mujeres? —pregunté.

—No me pidas hacer magia —dijo el famoso—. Apenas entiendo algo de los hombres. Después de todo, comparado con las mujeres, no somos tan complicados.

Ahí fue cuando nos pusimos a reír juntos. Hablando de lo peliagudas que son las mujeres es una manera que los hombres tenemos de hacernos camaradas. ¿Será machismo? tal vez, sin embargo es cierto.

Pedimos otro trago y pasamos dos horas conversando como amigos, él contándome algunas cosas de su vida, yo contando la mía por completo, lo que no duró más de dos minutos.

Durante la entrevista, no tomé apuntes, ya que no quería entorpecer la conversación. En vez, decidí confiar en una buena memoria y me acuerdo de varias cosas. Una de ellas fue su respuesta cuando le pregunté si era verdad que había escrito 44 desenlaces para su libro Adiós a las armas.

—¿Te parece mucho? —contestó.

Sobre la mesa me contó del suicidio de su padre, de sus matrimonios, de su amor por España y las corridas de toro que tanto le gustaban, sobre todo el festival de Pamplona. Otra curiosidad fue cuando me contó de estar viviendo en Cuba cuando comenzó la segunda guerra mundial y que dedicó meses patrullando el mar caribe en su nave Pilar tratando de avistar submarinos alemanes.

—¿Y eso? —cuestioné yo.

—Había que hacer algo —contestó—. Tenía una nave pesquera que igual servía para hacer observaciones y siempre me gustó el mar . . .

Lo que me llamó la atención días después mientras escribía sobre la entrevista, fue pensar que Hemingway nunca habló de sus decoraciones, medallas, reconocimientos o premios, como sería el Pulitzer de 1953. Nunca habló de la fama o del dinero, ni siquiera mencionó el flamante Premio Nobel que recién le otorgaban.

Las horas pasaron volando y antes de volver a su pieza me preguntó si vendría a la cena de esa noche.

—No quedan invitaciones —expliqué—. Y si las hubiera, no gano suficiente para comprarla. Salen $100 dólares, más que mi sueldo mensual, y fuera de eso, recién empiezo.

A propósito, una de las cosas que no conté, fue que apenas supe que tendría una entrevista, decidí arriesgar la verdad. Me pareció que Hemingway no era alguien con quien se podía exagerar y menos hablar haciendo círculos o remolinos, vale decir, sin ir al grano. Una persona con su recorrido se daría cuenta de inmediato. Creo que en eso no estaba equivocado.

—Estoy en la número 504 —señaló Hemingway, apuntando con el dedo a las alturas del hotel —. No necesitas entrada y yo no quiero ir solo o con un desconocido. Prefiero ir con un amigo. Sube a las 6 y bajamos juntos.

Parte tercera.

La cena fue larga, aburrida y para que hablar de monótona: igual que un desfile de moda, que en vez de bellas modelos aguanta luminarios panzudos saboreando un momento de gloria, cada cual haciendo un ligero discurso que nunca duró más de cinco minutos, mientras el invitado de honor trataba de aplaudir en el momento preciso y no bostezar.

Por mi parte, no me dejaron sentarme en la mesa de honor al lado de mi nuevo amigo, lo que estoy de acuerdo habría sido mucho pedir, pero tampoco me deportaron a la cocina a lavar cubiertos. Más bien me dieron un puesto con el resto de los invitados y se olvidaron de mí…lo cual no me gustó, ya que después de la entrevista, me encontraba buscando un desafío, un reto, algo o alguien, aunque fuese un salmón ahumado con que pelear. Lo que no ocurrió: los muy simplones o quizás todo lo contrario, astutos, no me dieron la oportunidad.

¡Qué diferencia hay entre el día y la noche! pensé. Esa mañana, sentado en mi escritorio suponiendo que nunca tendría una entrevista tenía ganas de vegetar, de no hacer nada, y ahora, animado como nunca antes y no satisfecho con la suerte que el día me otorgó, buscaba un desafío, aunque fuera una camorra entre borrachos.

No obstante, la función siguió su recorrido como se esperaba, hasta que Hemingway habló y ahí fue cuando todo cambió, mi vida, mi historia, mi mundo.

Después de dar las gracias y hablar de sus comienzos como periodista dijo que tenía muchas personas a quien agradecer en cuanto a su carrera de escritor y que siempre buscaba una forma de devolver la mano.

—Tengo un amigo aquí en Pensilvania —señaló a continuación y yo me puse blanco. En ese momento adiviné que se refería a mí. —Mi amigo está ahí sentado y quiero decirles que escribió un libro que tiene mi atención y merece la de ustedes.

En eso levantó el libro para que todos lo vieran y señaló en mi dirección.

El resto de la noche, por no decir las próximas dos semanas resultaron ser un remolino del que poco me acuerdo.

Esa tarde la pasé con mi amigo Ernest, tomando cócteles, uno tras otro, junto con los dignitarios y después, mucho después, subimos a su habitación donde él pidió que nos trajeran una botella: whisky con soda parecía ser su trago favorito.

Y así fue que en la terraza de su habitación, sentados sobre una mesa, hablando a ratos, sorbiendo uno trago sin fin y más que nada en contemplación, nos pilló la madrugada. En todo ese rato no fue necesario decir mucho y ahora entiendo lo lindo que es el silencio y la cantidad de ideas que se desaprovechan en su ausencia.

Terminé escribiendo tres artículos sobre mi entrevista que fueron publicados durante las próximas semanas y de ahí en adelante, mi vida no fue la misma. Como resultado, la venta de nuestra publicación, El Pensilvania Examiner se cuadriplicó y yo no era más el junior de la oficina: era el amigo del gran autor y con derecho a mantener mis propias horas, dueño y señor de una linda oficina privada en la esquina de nuestro piso, disfrutando un tremendo ventanal, luciendo un lindo teléfono arriba del escritorio, más un sueldo conmensurativo con mi nuevo estatus.

En cuanto a mi libro, ese surgió de la nada, a ventas en exceso de cualquiera expectativa, con reseñas favorables, incluso llegó una carta de Hemingway a nuestra oficina hablando de mis cualidades como escritor y con su permiso para usarla de contratapa en la segunda edición.

A fin de ese mes y apenas terminando de publicar la tercera y última parte de la entrevista, recibí una llamada de Hemingway invitándome a Cuba, a su casa nada menos, oferta que acepté de inmediato. Por algún motivo, aun siendo tan diferentes, nos avenimos y ese año viajé a verlo varias veces. Ahora no solamente era Hemingway el famoso autor en todas las noticias, pero hasta cierto punto, y quizás por osmosis, yo también. ¿Quién más podía decir que viajaba a Cuba cada dos meses a pescar y jugar billar con su amigo Hemingway? Nadie, ése es quién, y nuestra oficina no se quedó atrás en recordárselo a medio mundo.

Gracias a Hemingway, que con gusto dedicó una rebanada de su tiempo para ayudarme, en menos de dos años me había establecido como un periodista de reputación, nombrado y  reconocido en todo el país, con suficiente independencia para elegir mis propios temas y vender mis artículos a otras publicaciones. Que yo sepa, el único compromiso que tuve que hacer fue moderar por un tiempo mi vida social y obvio que dejar mis estudios, lo que no me dio pena alguna. Mi padre protestó más que un poco, pero cuándo le expliqué que acompañar al famoso autor era la oportunidad de una vida y que además Hemingway nunca asistió a la universidad como alumno, solo a recibir premios y diplomas en honoris, dejó de insistir.

Más de seis años pasé aprendiendo de él y aunque no lo vi en los últimos tres meses de su vida, puedo decir que por desgracia, el fin se veía venir de lejos. A Mark Twain le atribuyen haber dicho que “la historia no se repite, pero muchas veces hace rima,” y pensando en mi amigo, quizás el señor Twain tenía razón: Ernest Hemingway murió en Julio de 1961 de un escopetazo que el mismo se administró.  No obstante su muerte ser trágica, nunca escribí sobre ella. Años después muchos me preguntaron por qué reusé a escribir de su muerte, ya que todos estaban en eso. La verdad es que se me hizo imposible y además tenía mis razones. En todo caso, para mí, fue su vida la que valió. No niego que a veces fue difícil separar su vida privada de sus triunfos literarios, ya que la tendencia de una persona, famosa por su manera de vivir tan exótica, es que la vida personal termina eclipsando su trabajo, sobre todo después de una muerte violenta. Así todo, poco a poco aprendí a diferenciar sus logros de escritor, de su persona, lo que no fue fácil, ya que Hemingway el autor era todo un enigma, su persona una leyenda. “Dejemos su vida en paz,” escribí una vez en una editorial a modo de explicación. “Su vida le pertenece, ya que él la vivió. Dediquémonos a leer sus libros y a apreciar su talento. Esa fue su verdadera contribución y una que todos podemos disfrutar y apreciar: fue su regalo al mundo que ahora pertenece a todos nosotros.”

mt

10 thoughts on “(SP) Entrevista con Ernest Hemingway

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  5. certainly like your web-site however you have to take a look at the spelling on quite a few of your posts. Many of them are rife with spelling issues and I to find it very bothersome to inform the truth however I will surely come again again.

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