Unas lineas del cuento El Desierto de Pete Molinas
¿Tendremos que hacerles una casa a tus amigos?—, preguntó Pete una vez.
Con el tiempo, Suré había soltado la lengua y ahora los dos pasaban largos ratos hablando de cualquier cosa, a veces de las plantas, a veces de la vida, a veces del desierto, o de sus respectivos pueblos. En cuanto al desierto, Suré era una enciclopedia.
Estaban cocinando y aunque Suré no dormía en la casa, prefiriendo dormir en una cueva cerca, acostumbraban juntarse al anochecer, mirar las estrellas, fumar y disfrutar la compañía del otro.
—Mis amigos son como yo—, respondió Suré. —Prefieren el aire libre. Nuestro pueblo está acostumbrado a dormir en cuevas, debajo la cornisa de piedra de un acantilado o bajo unas tablas cerca del agua. Como ves, no usamos ni sillas, ni mesas, ni camas, nada. Un cuero de chivo en el piso y ahí dormimos.
—Noté que hay unas piedras amontonadas, una arriba de la otra, de grande a chica, cerca de ese primer molino—, comentó Pete. —Cada vez que paso, cambia. O le quitan una o le agregan otra. Ya van como doce. ¿Qué pasa con eso?
—Culpa de Polo— dijo Suré. —Donde quiera que va, hace sus columnas de piedra y deja su recuerdo. Los caminos cerca de su pueblo están llenos. Todo el mundo se ríe de él, pero nadie se atreve a desarreglar las piedras. Se ríen, pero las cuidan, las valoran, las gozan y pobre del que las toca. Una vez yo puse una piedra pequeña, no más grande que un puño, arriba de una columna, de puro chiste, de broma y temo que de malo. Como sabían que no fue él, ya que estaba en otro lugar, todo el pueblo se galvanizó buscando al culpable por un mes. Al final, mi abuelo me preguntó y confesé. Tuve que ir a pedirle disculpas a Polo. Así todo, él no se molestó en absoluto, me dijo que le gustaba el toque y así la dejó. Fue como una ola de crimen en mi pueblo. Nadie hablaba de otra cosa y yo muerto de vergüenza. Desde entonces que nadie molesta las columnas y yo menos. Hace más de diez años y todavía se habla de eso. Lo bueno es que una especialidad nuestra es ser silencioso, o si no, tendríamos que inventar cosas de que hablar, ya que nunca pasa nada.
Pete sonrió. Evidente que una ola de crimen era diferente para los Tarahumaras que para otras culturas. —En mi pueblo se respeta a la gente— continuó Suré a modo de explicación. —No a las cosas. Con cambiar la columna le falté respeto a Polo.
Un día Suré dedicó parte de la tarde a preparar un pavo y cuando Pete llegó a su casa lo terminaba de azar a vueltas y vueltas sobre unas lindas brazas.
—Y eso—, preguntó Pete. —Que rico olor. ¿Es pavo?
Suré encogió los hombros y sonrió. —Yooko es un Yaqui que vive con nosotros. Hace un mes que vino aquí. Llegó a un pueblo vecino al mío de niño y aprendió a correr mejor que otros. Nosotros aceptamos a todos, incluso a los Yaquis.
Pete miró a Suré y se dio cuenta que el otro bromeaba. Una broma Tarahumara, pensó Pete, la primera.