(Sp) Causa Vivire

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Zona de Entre Ríos,

Kentucky USA

13 de Abril, 1885

 

Causa Vivire

 

Mi vida, se puede decir, la he vivido en tres etapas.

La primera fue todo lo que viví hasta llegado el momento de las atrocidades contra mi familia y mi persona. La segunda fue todo lo que ocurrió mientras duró la guerra, y la tercera fue después de la guerra al día de hoy.

La primera etapa fue la más larga en años, pero la más corta en recuerdos. La segunda fue la más corta en años, pero la más larga en recuerdos, y es difícil decir cómo saldrá la tercera ya que la estoy viviendo. Entre tanto, aprendí que las cosas cambian, y en el momento menos pensado. Pensándolo bien, es curioso cómo las cosas cambian y ahora sé que los pequeños cambios de cada día nunca nos preparan para los grandes cambios que pueden ocurrir de un momento a otro y sin aviso alguno.

La primera etapa indudablemente fue la mejor. Era dueño de una plantación de tabaco y algodón, tenía mi mujer, mis hijos, mi trabajo, treintaicinco esclavos, más una hermosa casa con lindo y florecido jardín ofreciendo todas las comodidades posibles a mi familia, incluso a mí. La vida y los negocios, para mí y mis vecinos, iban de viento en popa, como dicen y las cosas no podían ser mejor. Incluso, me llevaba bien con mis esclavos, lo que no todos pueden señalar. Tan bien iban las cosas, y tan alejados del conflicto nos sentíamos por razones de los malos caminos, de estar rodeados de ríos y la falta de puentes, que un día fue toda una sorpresa saber que tropas del Norte habían llegado a nuestras tierras, conocidas como Entre Ríos.

Al comienzo del conflicto entre los Estados, yo poco me enteraba de lo que sucedía, en cuanto a quien ganaba o perdía, que batallas se peleaban: ni cuándo ni dónde. Ya que no mucho me importaba quien salía adelante, me daba el lujo de ser indiferente, eso sí, siempre y cuando me dejaran tranquilo: la principal preocupación de esos días era mi trabajo y familia.

Como productor de algodón y tabaco, la economía del sur dependía de agricultores como yo. Como productor de algodón, la industria textil del Norte dependía igual de nosotros. Por lo demás, cuando llegaban noticias, se tardaban tanto en llegar, que llegaban añejas. Hablemos de una semana a un mes, y pasaban por tantas bocas que era difícil creer lo que se decía, ya que cada cual le sumaba o le restaba un poco al relato, de acuerdo a su estado de ánimo, o afiliación política, cosa que las noticias terminaban siendo más artificio que realidad.

Y no solo eso, pero de un principio existió un problema de credibilidad: al igual que muchos otros, yo no le creía al Gobierno Federal ‒ que indicaba este conflicto ser destinado a liberar a los negros de la esclavitud. A mí me parecía una disculpa: como la típica y cansada excusa usada a través de la historia al declarar guerra contra otro país con el fin de conseguir sus recursos. En este caso, los estados del sur eran el “otro país,” con el Gobierno Federal diciendo en voz alta que se trataba de liberar los esclavos, cuando en verdad lo que querían era conseguir recursos económicos: a mí me parecía una falsedad. Anteriormente, en el caso de los romanos por ejemplo, como muchos otros, la idea de declarar guerra, era para conseguir más tierras, junto con esclavos. En el caso de los Sajones un conflicto servía para introducir a un nuevo rey en otro país, con similar punto de vista, o quizás era miembro de una familia amiga o reconocida. En el caso de otros, para hacerle ver a los infieles el verdadero Dios, mientras que todo conflicto le daba trabajo a la nobleza, prometiendo como pago las tierras conquistadas, las mujeres y las supuestas riquezas por saquear. Me refiero a las típicas mentiras que todo gobierno usa para salir con la suya cuando decide interferir en otro país.

Claro que en América del año 1860 la esclavitud era tema delicado, pero no el único. También estaba el tema de los derechos de cada Estado en decidida competencia con los derechos del Gobierno Federal, los intereses económicos de cada parte, que para mí fue el tema clave y para que hablar de nuestro nuevo presidente, Abraham Lincoln, un tipo decididamente anti esclavitud y a quien los residentes del sur no podían ver.

Era cierto que había señas por todos lados que la tranquilidad no podía durar, los cuales confieso, ignoré completamente. Haciendo memoria, es fácil darse cuenta que con 620.000 hombres muertos o por morir en un país de 31 millones, la tranquilidad no podía durar. Sin embargo, en el momento, los que vivíamos en la zona de Entre Ríos, vivíamos en un mundo de paz y de ensueño. Como toda comunidad agrícola, la vida marcaba el mismo paso que las plantas, es decir, era lenta. No por eso era menos trabajosa, pero me acuerdo que había tiempo para todo. Sin embargo, ese todo resultó ser una gran fantasía.

Veinte años después de la guerra y recién el país está cicatrizando. Pienso que van a pasar doscientos años más para que tenga una curación completa, o quizás peco de optimismo, como antes. Además, siempre pensé que moriría durante la guerra, ya que los riesgos que tomé no fueron pocos, pero gracias a Dios no fue así y todo el tiempo que ha pasado me parece ser un abrir y cerrar de ojos ‒ quizás la razón que apenas soy capaz de relatar lo que pasó.

 

En breve: mis dos hijos de once y trece años solían cazar patos y ardillas en los bosques alrededor de nuestra plantación y el día menos pensado se encontraron con una patrulla de soldados en uniforme azul, vale decir, del ejército Federal, del Norte. No hubiera sido gran cosa, pero últimamente se hablaba de emboscadas, con guerrilleros parciales a la causa del Sur haciendo fácil blanco de patrullas del ejército Federal, siempre molestando, continuamente fastidiando, disparando desde las orillas de los bosques donde podían huir fácilmente y más apreciable aún, donde no los podían perseguir a caballo. Ese día, la mala suerte acompañaba a mis dos hijos, y el teniente al mando de esa patrulla resultó ser un hombre cruel y desalmado que rápidamente decidió hacer de ellos un ejemplo.

Una hora después de sorprenderlos caminando por un sendero, la patrulla de veinte soldados montados llegaban al trote a mi casa acarreando dos sacos empapados, rojos de sangre ya seca, cada cual con un bulto adentro.

A gritos nos ordenaron salir fuera de la casa y sin formalidad alguna un sargento sacó de los sacos las dos cabezas mutiladas de mis hijos y con una en cada mano las mostró en alto, como si fueran trofeos de caza.

—Los sorprendimos espiando, —dijo el teniente con una sonrisa sardónica de la cual todavía me acuerdo, mientras el sargento, sin pena alguna, sentaba las cabezas de mis dos pequeños en los postes de fierro forjado a la entrada de nuestro florido jardín.

No voy a decir más, ni contar como se desplomó mi mujer, ni como gritaban los niños, o como se destruyó mi mundo, pero si voy a decir que de ese día en adelante, mi único enfoque, mi único objetivo, mi causa vivere, era la venganza.

 

Pasaron seis meses, en los cuales no viendo reacción alguna de mi parte, y con las emboscadas a la orden del día, los soldados norteños volvieron varias veces a buscarme, según me contaron, primero para interrogarme, luego para llevarme preso. Nunca me encontraron y cuando se cansaron de buscarme, se les antojó nada menos que quemar mi hermosa casa. Por suerte, y gracias a un vecino que ayudó, mi mujer y mis hijos, los que quedaban, tuvieron forma de huir. Y yo no era el único. La pandilla de soldados estaba cada día más brutal, más sanguinarios, cruel y bestial. Y digo pandilla porque en una tropa hay orden, y alguien al mando que da órdenes, las cuales se cumplen y según me decían, esto no era nada parecido. En resumen: varios otros agricultores como yo fueron colgados del pescuezo, degollados, hechos prisioneros, torturados o fusilados, por puro gusto y sin razón, al igual que varias casas, junto con sus galpones llenos de tabaco y establos repletos de animales finos, fueron puestas al fuego y destruidos. Después de todo, estábamos en guerra, los unos contra los otros, hermano contra hermano, padre contra hijos, y pienso que el teniente sabía que los crímenes nunca serían sancionados, lo cual y viendo la situación que vivíamos, era obvio.

Así todo, al fin de los tales meses, recibí el producto de los mejores artesanos de la zona: un rifle de barril largo para largo alcance con mira Alemana y dos gatillos. El primero para dejarlo a punto, el segundo, tan sensible que de respirar hondo se accionaba y disparaba.

El día siguiente con algunas provisiones, dos frazadas y montando mi yegua favorita, salí a cazar.

 

Al principio, mi primer y único objetivo era el teniente y el sargento. Por un mes los aseché estudiando sus hábitos, sus horarios de salida, la ruta a patrullar, hasta que finalmente conseguí estar en el lugar preciso en el momento adecuado.

Esa tarde cuando salieron de patrulla ya sabía la ruta de regreso y me fui a instalar. Después de dos horas de espera, venían subiendo una loma, y los escuché mucho antes de verlos: estaba escondido a las orillas de un bosque, cincuenta yardas más arriba del camino y detrás de un árbol caído; de ahí escuchaba el crujir de las monturas, los resoplidos de los caballos, el dialogo barato entre un soldado y otro.

Esa primera vez, todo pasó lento, como si el tiempo mismo se derritiera y prolongara: poco a poco apareció la cabeza de un caballo sobre la cumbre de esa loma, después la cara amarillenta del odioso teniente que siempre iba primero. A unos metros venia otro y después otro más, y cuarto en la fila, el despiadado sargento con el cual yo soñaba. Como ya dije, lo siguiente demoró cosa de segundos, pero me pareció una hora. Habiendo marcado los pasos ya sabía la distancia y el resto fue pan comido: lo había practicado tantas veces. La cosa era no ponerme nervioso, ante todo conservar la calma y no olvidar de respirar.

Pare empezar, dediqué mis atenciones al sargento, ya que iba atrás y quizás en la confusión que seguro reinaría después del primer disparo, capaz lo perdía de vista, o alguien se interponía por delante. Lo demás fue automático: le hice puntería al tercer botón de su chaqueta azul y como estaba disparando hacia abajo, bajé la mira un tanto y apreté el primer gatillo. Luego respiré hondo, exhalé y antes de volver a respirar, apreté el segundo gatillo.

El tiempo quedó suspendido. No había viento ni bulla, solo un vacío agobiante, e interminable, anticipando el próximo momento. De ahí en adelante, todo pasó en un instante. El rifle brincó en mis manos y siendo de calibre .50 el infeliz sargento, causa de mis pesadillas estos últimos seis meses, no disfrutó chance alguna. El proyectil supersónico entró en su pecho antes de que siquiera escuchara el disparo, causando un impresionante reventón de sangre y tejidos, mientras se habría paso a través de arterias y pulmones al mismo tiempo que Zas! arrasaba al miserable desgraciado de la montura por el anca derecha del caballo. Por un segundo miré a mi rifle con un nuevo respeto: sin duda, lo que tenía en mis manos era más cañón que rifle y diría que la muerte fue instantánea.

Al escuchar tremendo estruendo, todos miraron cerro arriba en la dirección del disparo, para luego mirar en contorno y tratar de comprender lo ocurrido. Entre tanto, yo, sin perder tiempo, volvía a cargar el rifle con pólvora y un nuevo proyectil Minié ya esperando arriba del tronco.

Cuando volví a tomar puntería, el teniente me daba la espalda. ¿Pero qué es eso contra tal calibre? No habiendo botones, apunté al centro de su espalda, luego un tanto hacia la izquierda, bajé la mira dos centímetros y repetí lo anterior. El ruido fue rimbombante al mismo tiempo que la espalda del teniente se convertía en mancha roja y él desaparecía, igual que hoja seca durante un temporal, por la parte delantera de su caballo. Me pareció que su bota derecha se enganchó en el estribo puesto que el caballo, espantado, lo arrastró cien metros hasta que la bota soltó ‒  ahí recién el potro dejó de correr. En pocos segundos, la cumbre del cerro se había convertido en un sitio de muerte, de confusión y mucho antes que se organizaran o que los caballos dejaran de relinchar y corcovear, yo ya estaba perdiéndome en el bosque donde sabía no podían seguir, ni a caballo ni a pie.

Esa noche por primera vez en seis meses me acosté satisfecho, para en seguida levantarme y cuidadosamente hacer dos puntos con un cincel de octavo de pulgada en la base del barril. Luego limpié mi rifle, lo aceité y pensando que su trabajo estaba finalizado, lo cubrí con una tela bañada en aceite para luego guardarlo en su funda.  En la mañana pretendía enterrarlo, su función ya cumplida.

 

Dicen que el hombre propone y Dios dispone, la razón supongo que enterrar mi rifle fue imposible. El día siguiente había patrullas por donde quiera que fuera y no me pude mover. Durante el transcurso de los próximos días, me enteré a través de un vecino amigo que habían anunciado una recompensa por mi captura: vivo o muerto ‒ $200 dólares en oro. ¿Cómo supieron que era yo? no sé, pero lo bueno era que si bien sabían mi nombre, no tenían retrato mío, ni siquiera una buena idea de mi parecer. Algo que desde un principio me fue de enorme ventaja.

 

En resumen: lo que yo pensaba era un fin, resultó ser un comienzo.

 

Siete días esperé sin moverme y cuando pensé que el peligro disminuía, salía de mí guarida, contento de estar montado otra vez y resuelto de ir en busca de provisiones ya que empezaban a escasear. No obstante mi cautela y los días de espera, la realidad era que el peligro para mí seguía igual: al atravesar una enorme y linda pradera de más de cien hectáreas y cubierta de flores, me encontré con dos soldados. Fue una sorpresa, y no habiendo donde esconderme ni tiempo de huir, decidí que lo prudente era actuar feliz de encontrarme con ellos ‒ no se me ocurrió que otra cosa hacer. Al principio me miraron con sospecha, pero les dije que andaba perdido, que pretendía vender unos esclavos, y que en una plantación cercana seguro los compraban ‒ lo cual era común en una zona agrícola como la nuestra que dependía de la obra de mano de miles. Cuando pregunté qué hacían por estos lados, me dijeron que buscaban al miserable depravado que a sangre fría había ultimado dos soldados la semana pasada y que sospechaban estaba refugiándose en esta zona. No lo dijeron pero me quedó claro que dedicaban su tiempo libre para ganarse la recompensa y si adivinaban quien era, me matarían sin pensarlo dos veces.

Cuando me detallaron el parecer del tipo que buscaban, les dije que por casualidad, era alguien al que yo había visto unas horas antes y les expliqué como llegar al lugar. Lo cual no era mentira del todo ya que yo había estado ahí unas horas antes.

Se fueron contentos y al trote, mientras que yo me fui agitado y apurado. Eso sí, esperé que se perdieran de vista, antes de tomar un atajo. Llegué al lugar indicado con siete minutos de anticipo ‒ más que suficiente tiempo para acomodar mi propia sorpresa.

Esta vez eran solo dos y no habría tanta confusión. Pero igual, contaba con el estruendo, el sobresalto, y el acto tan atroz de extinguir una vida para mantener la ventaja.

Los esperé tranquilo, he igual que la vez anterior, primero apareció la cabeza del caballo, después el soldado, seguido por el otro caballo con el segundo soldado.

Conforme a la última vez, me concentré en el de atrás primero. Ya me estaba habituando al tercer botón de la chaqueta y debido a la cercanía, no consideré ni el viento, ni la distancia, ni la altura: nada. Apunté, disparé y adiós soldado y cuando digo adiós, lo digo literalmente: se dobló en dos y desapareció debajo de su caballo. El que venía primero fue astuto y viendo el humo causa de la pólvora, sacó su pistola, metiendo espuelas sin vacilar y se me vino arriba, mientras yo trataba de recargar mi arma. Por suerte tenía en donde esconderme y cuando saltó por arriba del tronco donde estaba, dejé el rifle de lado y con la pistola que tenía a mano justamente en caso de una eventualidad semejante, le volé los sesos.

Como era una zona tan despoblada, me imaginé que nadie oiría los disparos, pero aun así me causó impresión encontrarme tan tranquilo, tan lúcido, haciendo las cosas de manera calmada y lógica, como si fuera todo un profesional en esto. Pero no por eso me demoré más de lo necesario en irme. Antes que nada, recargué mi pistola, después terminé de cargar mi rifle, para luego ir en busca de los caballos. Ya que estábamos en lo que me parecía guerra, no tuve pena en darme un minuto para intrusear los cuerpos y hacerme de cualquier cosa útil: un pedazo de pan, fósforos, municiones, pólvora, un poco de dinero, otro poco de tocino y un cuchillo de caza. Las cosas personales como cartas y fotos las dejé tal cual. Luego, amarrando a cada soldado atravesado en su montura, ajusté las riendas y con un palmazo en el flanco los encaminé, seguro que tarde o temprano volverían a sus caballerizas. Eso sí, sabiendo que las tropas encabronadas ‒ cuatro soldados en siete días ‒ saldrían como avispas a encontrarme, pero la ventaja era mía. Yo conocía el terreno, tenía un buen escondite, aun contaba con suficiente comida para dos o tres días, más si reducía las porciones al mínimo y no encontrarían huellas, ya que no pretendía moverme hasta que no se cansaran de buscarme. Según decían, la guerra continuaba peor que nunca y me imaginé que después de unos días se dejarían de buscarme para concentrarse en otros problemas más grande y seguro más urgentes. Después de todo, estos dos últimos regulares no eran ni teniente ni sargento, sino dos soldados rasos, o como decíamos en esos tiempos, carne de cañón. Esta última fue otra de mis tantas suposiciones que salió equivocada: no solamente me buscaban con más tropas, pero ahora la recompensa era de $400 dólares y no decía nada de vivo o muerto. Era muerto sí o sí.

 

Veinte y tantos años después me doy cuenta que si bien lo que hacía estaba bien hecho, y mi estrategia era sólida, bien planeada y sensible, la razón de seguir adelante ya no existía. Mi meta estaba cumplida y podría haber dejado las cosas tal cual, volver a mi familia e irme de esas tierras, Pero no fue así. Al principio me quedé porque me perseguían y yo refugiado sin poder salir. Resultó que durante esos días, empezaron nuevamente a matar a mis vecinos, esta vez no solamente quemando todo como antes, pero primero robándoles el tabaco, el algodón, arreando a los esclavos junto con los animales, y llevándose todo lo de valor. Ahora el saqueo era asunto de todos los días y coordinado, con nuevos tenientes al mando y por lo visto, con órdenes de arrasar con nuestra manera de vida, plantación por plantación. Como resultado, en menos de una semana, me puse en pie de guerra contra toda chaqueta azul, prestándole más atención a las más adornadas.

 

Los cuatro puntos hechos con el cincel en el barril de mi rifle resultó ser un comienzo: uno por cada soldado del norte recién abonando flores. Los dos primeros fueron planeados, los dos siguientes, resultado de una oportunidad. De ahí en adelante fueron todos debido a mi furia contra un enemigo implacable: uno que no supo dejarnos vivir en paz.

Aunque esta fue la segunda etapa de mi vida, y la más corta en cuanto a tiempo como ya mencioné, sin duda fue la más larga en recuerdos.

No habiendo puentes ni buenos caminos, mucho, por no decir todo movimiento de tropas y materiales de guerra tenía que ser obligatoriamente por río, y fue ahí donde me instalé. Resulta que los ríos que nos rodeaban, si bien eran anchos, no necesariamente eran profundos y en algunas partes, el canal, por así llamarlo, es decir la única parte suficientemente profunda como para navegar, era angosta y de aguas rápidas. Piloteando río abajo los pilotos no tenían problema alguno y demoraban cinco minutos en entrar a una de esas angosturas del canal que los barría río abajo a gran velocidad. Ese no era el caso navegando río arriba, donde las naves, con maderas crujiendo por el esfuerzo de ir a todo vapor, demoraban cuarenta y cinco minutos en pasar. Más que suficiente tiempo para designar un blanco y conocer mis resultados.

El lugar que finalmente elegí estaba al lado de una de estas tantas angosturas y a cincuenta metros de la ribera tenía un risco, o mejor dicho una pared vertical de cuarenta metros de altura, la cual se encontraba suficientemente carcomida por lluvia, viento y el pasar del tiempo para tener un sinfín de cuevas, recovecos y escondites. Además, la ribera en ambos lados no era profunda, ni tampoco era playa, sino una selva tupida, repleta de árboles, de ramas caídas, de troncos con matorrales atravesados, y por supuesto, sin falta de culebras, haciendo del desembarcar cerca con algo más grande que una canoa, imposible.

Ocho días me entretuve arreglando y provisionando mi nuevo domicilio, manteniendo la calma, armado de paciencia, todo el tiempo trabajando discretamente para no llamar la atención. En ese tiempo, agrandé una cueva que tenía vista al río, haciéndola suficientemente grande, segura, y seca para mí. A continuación arreglé un lugar cercano y protegido del viento para mi yegua. Lo que demoró más, fue preparar dos salidas de emergencia entre la tal selva: una por abajo para salir a caballo, y la otra por arriba, para salir de a pie. Mi ubicación dominaba mucho campo, que según mis cálculos, daría  tiempo suficiente para abandonarla, en caso de ver tropas cerca, pero uno nunca sabe y mejor proceder a la segura. Eso sí que de salir de emergencia, saldría con mi rifle y tendría que dejar el resto de mis cosas atrás, lo cual sería una pena. Así todo, mis pertenencias no eran gran cosa: un colchón hecho de corontas de maíz, una bolsa de provisiones, mi mochila con un cambio de ropa, dos botellas de vino, un sartén, un jarrón para calentar agua y hacer café, dos velas y fuera de mi pistola y rifle, suficiente pólvora y balas Minié para continuar mi ofensiva. A pocos pasos de mi escondite, tenía suficiente leña amontonada para calentar la cueva, cocinar, y si fuera necesario, sobrevivir varias semanas de frio.

Todo el tiempo que acomodaba mi guarida, los barcos, barcazas, naves, remolcadores con y sin lanchones a remolque, más todo tipo de embarcación imaginable pasaba río arriba o río abajo varias veces al día, incluso en dos ocasiones, de noche, pero yo no quería hacer nada hasta no estar absolutamente preparado.

En la mañana del día nueve, el primer navío que asomó fue un remolcador de mediano porte arrastrando un lanchón repleto de soldados y caballos. Saqué mi rifle de su funda, fui a un lugar detrás de unos árboles ya preparado para la ocasión y los estudié a través de la mira. El capitán del remolcador vestía de civil y luego de observarlos casi uno por uno, decidí dejarlos pasar: parecían tener apenas diecisiete años, por no decir eran niños, y probablemente recién anotados, sin duda a la fuerza, ya que tenían cara de estar nerviosos, alterados, y no cara de ser voluntarios—mi objetivo, al fin y al cabo, era acabar con los oficiales de mando. El resto de ese día no hubo tráfico, consecuencia de la neblina que llegó de improviso y tan cerrada que logró hacer imposible navegar. Como no tenía apuro, decidí descansar.

El día siguiente, la primera nave apareció temprano cuando yo todavía no termina mi primera pipa y mientras tomaba café: decidí esperar. A estas alturas de la vida, reconozco que trabajo mejor en cosas delicadas después de un buen desayuno y sin las manos heladas. Además, persistía un resto de neblina que bordeaba el agua, sin dudas, las sobras del día anterior. Fuera de eso, todavía me quedaba pan de maíz, lo cual, junto con el café y pipa, eran los sencillos recuerdos de mi vida anterior, y no quería desperdiciar el momento ni esos recuerdos tan sabrosos. A las diez de la mañana decidí que ya era hora de trabajar, y que en la próxima nave subiendo el río encontraría razón de anotar más puntos en mi barril; la poca neblina de la madrugada se dispersaba dejando el río al descubierto.

Y no esperé mucho. La nave se llamaba La Antonia. Por el nombre, me pareció recién capturada ya que todavía no le cambiaban ni el nombre ni la denominación, como era la costumbre.

En la torre de mando se encontraba un tipo alto, delgado, de bigote gris y con suficientes tallarines dorados adornando su chaqueta azul como para embellecer una vitrina: justamente el grado de candidato que buscaba.

Por veinte largos minutos la vi acercarse. La nave se esforzaba para mantener avance, y según la humareda negra que salía por sus dos chimeneas, la caldera daba todo lo que se le era posible, que a duras penas alcanzaba, debido a que la corriente era fuerte y venían bien cargados, con la borda, a mi gusto, demasiado cerca del agua. Esperé diez minutos adicionales mientras fumaba otra pipa y cuando consideré que estaban suficientemente cerca, volví a retomar mi rifle. Muchas personas, según he leído, desarrollan una relación cariñosa, incluso emocional con sus armas, tanto así que le daban nombre (La Sombra Negra, La Protectora, La Veterana, Doña Justicia, Al alma de Caín, etc . . .), pero no era algo que me gustaba y no quería tener ninguna relación afectiva con nada ni nadie, fuera de mi mujer y mis hijos, que gracias a Dios, permanecían sanos y salvos en casa de unos amigos a doscientas millas de distancia.

Cuando volví a mirar, ahí estaba el mismo tipo, supongo que era el capitán, y por lo agitado que estaba, me imaginé daba órdenes para salir de aquella angostura lo antes posible—si es que daba órdenes, fueron las últimas que dio en este mundo.

Apunté, lo cual fue fácil ya que la nave apenas se movía, y encontrando el tercer botón de la odiosa chaqueta azul, apreté el primer gatillo. Luego, respiré hondo, solté el aliento y antes de volver a inhalar, bajé la mira unos centímetros para compensar por la altura; pasos que ya había practicado muchas veces. Esperé medio segundo antes de rozar el segundo gatillo.

Justo cuando disparé, él se dio media vuelta, cosa que el proyectil supersónico lo tomó por el hombro izquierdo y lo atravesó de lado a lado, probablemente reventando el corazón y uno, sino los dos pulmones. Además, la torre de mando era estrecha, y el tipo impulsado como pateado de mula, se estrelló de frente, rebotando igual que muñeco de trapo contra el cortafuego detrás de él. Me imaginé que la muerte, fuera de ser brusca y repentina, fue también inmediata y todo pasó antes de que el resto de las tropas escucharan el estallido.

Para que decir el desorden y gritos a continuación. En cosa de segundos se desarrolló un desconcierto general y todos aquellos soldados cercanos a los costados agarraron armas para luego disparar ciegamente hacia ambas orillas sin siquiera tener a quien dispararle ‒ pensé que tal vez se imaginaban la rivera llena de guerrilleros. Me pareció que si bien la humarada blanca causada por el estallido de mi pólvora fue visible desde la nave, quizás nadie la vio, y cuando finalmente se orientaron y miraron en busca de la causa, el humo se disipaba. En todo caso, si algunos vieron el humo, se les hacía imposible comunicárselo a otros ya que entre la gritería y el desorden era imposible escuchar.

No me quedé a ver el resto. ¿Para qué? Podría haber escogido más candidatos, pero me dio pena, incluso lastima y decidí que una muerte era suficiente: por hoy, pensé, basta y sobra con un punto en mi barril. No tenía ganas de hacer más. El resto de ese día lo pasé tratando de controlar mi angustia y justificar mis acciones.

 

No lo sabía, pero quedaban dieciochos meses de guerra, que parecieron años, y lo pasé así: arbitrariamente encogiendo candidatos de alto rango, disparando y jamás dejando de anotar un punto para mi barril. A veces era un solo punto, a veces, sacándole partido al caos, eran varios. Una vez incluso fueron quince y esa vez, los soldados estaban tan apiñados, que maté o herí a varios de los que estaban estacionados detrás de un oficial, como si fueran de yapa,  pero no estando seguro, no los conté. Y siempre fue la misma historia: moría un comandante o un capitán y el día siguiente los chaquetas azules montaban un tremendo esfuerzo para atraparme. Mientras buscaban, yo pasaba el tiempo perdido entre las marañas y recovecos a las orillas del río, de los cuales había cientos, por no decir miles. Era el lugar perfecto para perderse, un lugar de pantanos e islotes donde resultaba imposible encontrar a nada ni nadie, ni siquiera de seguir la pista de una persona usando sabuesos, ya que los perros perdían el rastro apenas llegaban al agua; además, era un lugar que yo conocía íntimamente. Varias veces incluso, mientras me buscaban, atravesé los pantanos para luego salir por completo de la zona, quedándome afuera una semana o más, hasta que se les agotaban las ambiciones de perseguirme. Muchas fueron las veces que me fui a quedar con mi señora e hijos, con amigos o viejos vecinos, inclusive con mis antiguos esclavos, los cuales había liberado al comienzo de la guerra y con los cuales mantenía una excelente relación.

 

 

Hace veinte años que terminó la guerra y como país, recién estamos empezando a desenredar las consecuencias. Desde que supe que la guerra se acabó, nunca más usé mi rifle, ni siquiera para ir a cazar venado y ahí lo tengo, en una repisa cerca de la chimenea, como recuerdo. Hay más de ciento veinte puntos en el barril, pero la verdad es que no sé qué tan exacta fue la cuenta ya que en veces entre disparar, recargar y hacerle quite a las balas que zumbaban como avispas por todos lados, se me hacía difícil llevar la cuenta. Lo que puedo decir con seguridad, es que la cuenta está incompleta y posiblemente los muertos podrían ser más, incluso ser el doble.

Hablando personalmente, hay cosas que pican la conciencia y otras que no. A veces pienso en las familias de esos soldados que por unos segundos tuve en la mira: las madres, hermanos, padres, e hijos y me pregunto que habrá pasado con ellos y como les habrá afectado saber las noticias. Pero no lo doy vueltas y vueltas en mi cabeza como otros veteranos de la guerra que conozco. Lo que si me duele, es no haber cuidado a mis chicos mejor. Creo que la memoria de esos dos chicos, y la muerte de ellos, tan sumamente innecesaria y bestial que generó todo ese segundo y trágico episodio en mi vida es la razón que nunca volvimos a la plantación donde vivíamos antes que empezaran las agresiones. Así todo, y milagrosamente, todavía soy dueño. Me la quitaron por un tiempo, durante de la guerra, pero al cabo de un año, me la devolvieron: no habiendo testigos, nunca pudieron probar nada en mi contra.

 

mt

 

3 thoughts on “(Sp) Causa Vivire

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