(Sp) El Americano

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El  Americano.

Siempre pensé que la verdad y la Constitución eran cosas buenas, incluso sensatas y para muchos, esenciales, pero mi amigo Jim me enseño que todo tiene su límite y a veces la necesidad de decir la verdad puede ser un miserable castigo y la Constitución, un documento viejo y añejo.

La primera vez que lo vi pedaleaba tranquilamente en dirección a la plaza, rodeado de treinta y tantos chicos, algunos callejeros, otros no,  que gritaban a plena vos, —El Americano, El Americano —, mientras corrían detrás de él, recogiendo caramelos y chicles de la calle que el tal llamado dejaba caer de manera distraía y a medida que avanzaba. Por supuesto que todo tráfico en ambas direcciones paraba para dejarlo pasar: a él y su escolta juvenil.

— ¿Y ese tipo, quién es? —pregunté.

Una señora me escuchó y dijo —El Americano. Un verdadero excéntrico que siempre pasa a esta hora rumbo a la universidad. Los chicos saben y lo esperan.

Pasaron dos meses antes de conocerlo en persona cuando por causalidad nos encontramos en una venta de libros usados. Yo miraba cada libro, uno por uno, tratando de adivinar su valor y mérito individual. El no. Él no se preocupaba de detalles tan mundanos: compraba las cajas a ojos cerrados y según me dijo, las habría cuando se le antojaba una sorpresa.

Ese fue el día que me convidó a su casa, conocí a Ingrid, su señora, me ganó rotundamente un partido ajedrez, y tuve la oportunidad de investigar su sala de estar: una biblioteca vertical, completamente cubierta de numerosas columnas de libros de todos tipos en distintos idiomas donde difícilmente se podía transitar y apenas se veía el piso. Sin esfuerzo alguno, nos hicimos amigos y mientras jugábamos ajedrez frente a una agradable chimenea, me contó de su vida, además de su nombre.

Me sorprendió saber que mi nuevo amigo llamado Jim era profesor de veterinaria en la universidad y que recién salía de la cárcel, después de estar preso siete años por homicidio. Solo tres meses de libertad y por la manera tan inopinada que me lo dijo, quedé con la impresión de que su señora estaba más contenta que él.

Jim hablaba alegremente de todo tema imaginable menos uno: él.  Así todo, poco a poco y por intermedio de su señora, sus colegas de la universidad y lo que yo averiguaba de vez en cuando en el periódico, me enteré de su historia ‒ simple pero no fácil: Resulta que su vecino criaba puercos y nunca faltaba uno que saltaba el cerco y destrozaba su huerta: Lechugas, zanahorias, pepinos, maíz, y los mejores tomates que he tenido la ocasión de gozar, se iban a la perdición en menos de diez minutos con dos de esas bestias sueltas. Por mucho que le advirtió, al vecino nunca le importó y un día mi amigo salió detrás de un puerco maloliente y asqueroso (sus palabras) con su escopeta.

El disparo no le causó siquiera un buena impresión al insolente animal que según la descripción pesaba más de cien kilos, pero si molestó al vecino que esa misma tarde saltó el cerco con hacha en mano y vino a entendérselas con mi amigo. El segundo cañón de la escopeta, el que guardaba para el segundo puerco, Jim lo disparó a su vecino en vez, causándole varios rasguños en la pierna aunque no tanto rompieron el pantalón. Tan poco daño causo el escopetazo que una vez que su vecino volvió a su casa, Jim no se preocupó más, y por lo visto, el vecino tampoco. Eso dicho, pasaron tres días y según el informe policial, el vecino murió de envenenamiento de la sangre causado por múltiples perdigones de plomo bajo la piel.

Era tan claro un caso de defensa propia que cuando al pasar de una semana llegó la policia a verlo, fue solamente para citarlo frente al juez, y no para llevarlo preso. Se trataba de una simple investigación oficial para establecer los hechos del caso: un requisito legal cuando había una muerte de por medio.

— ¿Profesor, cierto que su vecino traía intenciones de hacerle daño? El Juez preguntaba y para hacer el proceso más rápido, poco menos que le daba la respuesta.

—No sé qué intenciones traía  —dijo Jim. —Apenas conozco mi propia mente, no pretendo conocer la de otros.

—Con un simple si, se va a su casa profesor —dijo el Juez, tratando de no perder la paciencia.

—Yo digo la verdad —respondió Jim. —Usted verá Sr. Juez, si la verdad le sirve.

— ¿Su esposa puede hablar por usted y servir de testigo?

—Ella diría cualquier cosa para ahorrarme esta dificultad, pero en ese momento no estaba.

—La escopeta nunca fue registrada. ¿Cómo explica eso? —El juez, al verse acorralado por su propia ley, cambiaba de tema.

—El derecho de portar armas es un derecho que Dios le dio al hombre. — (La segunda enmienda a la constitución siempre fue sagrada para Jim).

—Aquí en Chile no existe ese derecho.

—Aquí en Chile existe Dios.

—Espero que tenga razón —dijo el juez resignado. —Pero al no haber un sí, o un testigo, tengo que darle diez años de cárcel. Lo siento, pero es la ley.

—Usted es el Juez, no yo.

Jim cumplió siete de los diez años y lo dejaron salir por buena conducta. Aparentemente nadie, salvo Jim, estuvo conforme con su sentencia, ni menos el juez, que le pidió disculpas todas las semanas por siete años, dejándolo libre el día en que se cumplía la pena mínima requerida por la inflexible ley. En el ínterin, más de cien presos aprendieron a escribir, a leer, a jugar ajedrez, incluso, muchos adquirieron una noción de veterinaria, sin mencionar una buena dosis de filosofía, historia, y mil otras cosas, que el profesor, no teniendo ninguna exigencia en cuanto a su tiempo y ellos tampoco, les enseño.

Fuimos íntimos amigos por más de tres años, cuando un domingo, regresando de la playa, me enteré que lo habían encontrado muerto de un balazo en el pecho. Después de diez años, el hijo del vecino exigía su venganza y lo esperaba, cobarde y escondido, cerca del paradero de bus. Al bajarse Jim y alejarse el bus, apareció el hijo que disparándole a quemarropa lo dejó sangrando a orillas de la ruta.

Durante el funeral, Ingrid, me contó que su hijo de trece años había muerto accidentalmente de la misma herida, jugando con un arma de su padre. La razón que habían vendido todo en Iowa y compraron una granja en el sur de Chile con ideas de empezar una nueva vida, criar cabras de casimir y, olvidar las penas.

Ocho años después de su muerte, la policia ubicó al hijo del vecino cuyo nombre se me escapa y ocurrió otra desgracia: Lo trataron de tomar preso en un conventillo, uno de los muchos barrios bajo de Santiago y se encontraron en un inesperado tiroteo donde murió el hijo supuestamente culpable de matar a mi amigo, junto con un policia y dos personas más, que sin sospechar el breve futuro que los esperaba, caminaban desprevenidos e inocentes por la calle.

mt