Cerceta En Vuelo.
A Luciano no le quedaba otra que esperar. Eran las cuatro de la tarde y escondido entre los matorrales a lo alto de una colina, esperaba. Había llegado antes del amanecer. Se hace largo el día sin hacer nada, pensó. Estaba en territorio desconocido, para su gusto, demasiado cerca de sus enemigos tradicionales, y debido a la necesidad de mantenerse vigilante y cuidar de no ser descubierto, no podía cerrar los ojos ni menos pensar en dormir. El día había comenzado frio, cubierto de una espesa neblina, el don Sol, no cooperando para nada, demorándose mucho en entibiar, expulsar la neblina, y calentar su cuerpo ya entumecido—típico de un día a fines de otoño. Luciano no planeaba moverse hasta no oscurecer.
Dicen que la paciencia es una de las muchas virtudes de un indio, pero para Luciano era una lucha continua: siempre un tremendo esfuerzo. Así, todo, se mantenía quieto. Para conseguir lo que buscaba, permanecer inmóvil y armado de paciencia era indispensable. Llegando la hora, habría que actuar, sin embargo por el momento, era necesario conservar el silencio, mantenerse alerto y ante todo, tranquilo.
Con el tiempo que tenía disponible, estudiaba el pueblo indio a la distancia. Tal vez media milla, pensaba, ya que apenas se escuchaban los ladridos poco entusiasmados de los perros, de los cuales había muchos. Las mujeres iban y venían del pequeño río bordeando el pueblo con sus jarrones de agua, o acarreando ropa para lavar, o regresando para tenderla a secar—era lo que esperaba encontrar.
En el pueblo mismo, cada ruca mantenía su acostumbrado fuego y brillaba en la luz del sol. Un panorama que a plena vista parecía ideal, se arruinaba con el fuerte olor a carne asada que empezaba a fastidiar. Se preguntó si era carne de perro la que asaban. Muchas tribus criaban perros para comerse los cachorros, pero no la tribu de Luciano que encontraba la práctica asquerosa, prefiriendo la carne de búfalo, de venado, o incluso de caballo.
De los hombres, no distinguía ninguno. Quizás fueron a cazar, pensó, o están durmiendo. ¿Con tantas mujeres laburando, para que levantarse? Sabía que la manera más segura de averiguar dónde andaban los hombres era de pararse y dejarse ver. En cosa de segundos una mujer pondría el grito en el cielo y los tipos, si es que estaban en sus rucas, surgirían como avispas, zumbando furiosos, obligándolo a olvidarse de todo y salir corriendo. Igual, en caso de ser descubierto, tratar de huir sería cosa inútil. Con la yegua que traía no existía chance de escaparse. Por lo demás, Luciano no se imaginaba pasar los últimos minutos de su vida corriendo, arrancando asustado como un ratón, o peor, reclamando compasión. Para él, mejor sería enfrentarlos a todos como hombre, o como lobo estepario, mostrando dientes blancos, dando tarascones a diestra y siniestra, haciendo crujir los huesos de sus atormentadores, tratando de cobrar un buen precio por la vida. Así todo, por el momento, la sigila junto con el silencio resultaban ser indispensable. Finalmente, sacó un pedazo de charqui de su bolsillo y arrancó una porción con los dientes. Para que no escuchen los rugidos de mi estómago, razonó. Agua no había saboreado en horas.
Luciano buscaba un caballo, y no cualquier caballo, sino uno muy especial. Se decía que en este pueblo había un caballo como ningún otro. A lo largo del territorio todo mundo hablaba de eso y varios ya lo habían tratado de comprar o de cambiarlo por otros, incluso robar, pero los que intentaron robarlo habían perdido el moño tratando. Y con el moño, o cuero cabelludo, por supuesto la vida. Así todo, Luciano pensaba que él sí podría conseguirlo. ¿Cómo? ni idea, pero intentar era su meta y ese fin la razón de su vigila.
Una verdad universal: de todas las cosas que hace un hombre, la mayoría tienen su origen con una mujer. En el caso de Luciano, no era muy diferente. Joven era y no al tanto de las verdades, sean universales o locales, pero sabía que un buen regalo era esencial. No solamente probaría su ingenio, su coraje y su habilidad, pero con el caballo rojo se distanciaría de otros pretendientes que habían ofrecido potros cualesquiera, incluso pieles de oso, o búfalo, a cambio de Cerceta En Vuelo. Lindos potros, si, y buenas pieles expertamente curtidas, ¿pero qué era eso comparado con el mejor caballo del mundo? Si pudiera agregar el moño de un enemigo al regalo . . . pero eso era mucho pedir.
Cerceta En Vuelo se llamaba la joven que Luciano pretendía, y conseguirla era la razón de este esfuerzo. El problema era que a Cerceta En Vuelo no la podía robar: era hija del jefe de su tribu, Lluvia En La Cara, y la manera más segura de conseguirla era tener un buen regalo para ofrecerle al padre. Que es más, no la podía secuestrar, no por no haberlo pensado, o no poder, o no querer, pero la niña y él tenían un entendimiento: ella prometía irse con él, ser su esposa, pero no antes de conseguir la bendición de su padre. De seguro no quería salir a escondidas entre gallos y medianoche para luego nunca más poder volver a su pueblo y ver a su familia.
Entumecido y acalambrado por la falta de movimiento, Luciano sufría su paciencia con determinación, de vez en cuando apretando los dientes, mientras usaba las horas para estudiar todo lo que se movía entre él y el pueblo indio. Sabía que tarde o temprano traerían los caballos aquí para pasar la noche. Era después del oscurecer que planeaba hacer su movida. La luna estaría alta durante las primeras horas de la noche y para muchos sería un impedimento, pero para él, ya acostumbrado y entrenado por los mejores rateros de su tribu, también podía ser útil. Primero que todo, a los centinelas nunca se les pasaría por la mente que alguien se atrevería a robar un caballo bajo la luna, llena o menguante, por no decir cualquier luna, y lógico que bajarían la guardia. Segundo, la luna creaba sombras y con un poco de neblina, que seguro llegaría al atardecer dado a la proximidad del río, tinieblas además. A esas tinieblas, el joven Luciano les pensaba sacar provecho.
En las planicies de América, para muchas tribus, robar caballos de otras tribus era la máxima prueba de un hombre, fuera de ser la entretención preferida.
Luciano venía preparado. Entre otras cosas, en un saco traía guano. La idea era de revolcarse en el guano antes de salir entre los caballos, teóricamente disimulando el olor a hombre. Nunca antes lo había ensayado, ni mucha fe tenía con la idea pero según su hermano, ToroRana, no se perdía nada con probar: en una de esas acaso resultaba. De todas maneras era mejor destacarse entre la manada con olor a caballo que a hombre. Notable sí, no traía su arco ni flechas, como de costumbre. Todo ocurriría de noche, y no solamente era difícil apuntar de lejos en la oscuridad, pero siempre era preferible el cuchillo cuando se trataba de preservar el silencio: un flechazo no era ninguna garantía de muerte, y un herido gritando su dolor seguro despertaba a medio mundo. El cuchillo, al contrario, era trabajo de mano a mano y mientras una mano cubría la boca o apretaba el pescuezo, la otra, empuñando el cuchillo, buscaba el corazón palpitante entre las costillas. De este modo la muerte era rápida y el espíritu de la víctima se alejaba entre las tinieblas sin ruido alguno.
En la bolsa también traía un paño negro para amarrar su pelo. Lucir trenzas largas era costumbre entre los hombres de su tribu, aunque podría ser un inconveniente para el trabajo de esta noche. Cuando recién ideó plan tan ambicioso, había pensado en tronchárselas de cuajo, sin darles mayor importancia, pero . . .. Siempre un pero: resulta que sus trenzas le gustaban a Cerceta En Vuelo y con el paño las podía envolver junto a su cabeza y asegurar que no estorbaran.
Luciano cerró los ojos y por un instante se acordó de la última vez que se reunió con su prometida: antenoche, cuando se atrevió a insinuarle que la esperaba detrás de su ruca. En el momento, la niña lo miró de reojo, tímidamente, no prometiendo nada, pero a la hora indicada llegó igual. Ahí fue cuando ella tomó las trenzas en sus manos y lentamente, centímetro por angustioso centímetro, lo acercó a ella. Un buen tiempo permanecieron así, parados, nariz-topa-nariz, él agachado un poco, tratando de no temblar ni sudar, ella mirándolo con ojos líquidos, propios de una verdadera cerceta, los dos, a la vista quietos, pero con el corazón a saltos, sufriendo la primera sorpresa del verdadero amor: ambos envueltos en el aura de lo desconocido, respirando a fondo los suspiros del otro como si la vida misma dependiera de ello. Para Luciano y Cerceta En Vuelo, el amor era el primero y todo ese naciente camino para dos que se desplegaba delante de ellos hacia un futuro, daba la promesa de una nueva y sorprendente aventura.
Luciano sacudió su cabeza para volver al presente—no era el momento de distraerse. Para colmo, lo que nunca se imaginó eran los miles de zancudos. Cerca del río había nube tras nube de esos desagradables bichos, cada uno riéndose como un auténtico demonio y exigiendo su cuota de sangre. Por suerte, pensaba Luciano, los zancudos no gozaban favoritos: todos eran favoritos y a todos los pinchaban por igual: cualquier guachimán de los caballos tendría que sufrirlos igual que él, igual que los caballos.
Mientras el sol recorría su acostumbrada ruta en las alturas, la tarde avanzaba y Luciano esperaba con ansiedad la llegada de los caballos. Ese era el momento clave. Todo este esfuerzo, todo sus planes de un futuro con su amada, dependían de que no solamente llegara el caballo que él deseaba, pero de su éxito esta noche.
Como ya mencionado, Luciano no había llegado de a pie. Doscientos metros cerro abajo y en la sombra de un árbol, estaba su yegua, que no era la de siempre. Para este trabajo traía la yegua más mansa, más aguanta-todo de la tribu. Una yegua tuerta con la cual los niños de la tribu aprendían a montar, la misma que las mujeres usaban para arrastrar un travois con carne de búfalo, desde el lugar donde moría el animal, a su pueblo, lo que fácilmente podía significar dos o tres días de viaje. Junto con su yegua tenía varias sogas. Una larga y fuerte para usar como lazo, las otras más cortas para cualquier eventualidad, incluso para manear al animal si fuera necesario.
La idea era la siguiente: llegado el momento, con el paño en la cabeza conteniendo sus trenzas y revolcado en guano, Luciano pretendía llegar caminando entre los caballos, al lado de su yegua, o inclusive en cuclillas, debajo de su yegua. De esa manera rondaría entre los caballos hasta que se acostumbraran a su olor y se apaciguaran un poco, volviendo a pastar o rumiar como de costumbre. Una vez ubicado el caballo que deseaba, trataría de acercarse, y viendo la oportunidad, aprovecharla colocando el lazo sobre la cabeza del caballo con un rápido y practicado movimiento del brazo. Luciano sabía que solo no podría contener el caballo, si se espantaba y salía al galope, pero con ayuda de la yegua, tal vez sí.
Por el momento la extensa pradera entre él y el pueblo indio vestía las últimas flores de la temporada. Mejor pradera sería difícil encontrar. Seguramente, pensaba Luciano, este terreno bajo y cerca del río, tiene riego. La razón que el pasto estaba tan verde, alto, y profuso. Era una buena pradera en la cual mantener los caballos de noche y así tenerlos cerca del pueblo, sin peligro que se extraviaran. En un mes, posiblemente habría un metro de nieve sobre todo este campo: el invierno aquí era imprevisible y las cartas del tiempo, una vez barajadas por la primera tormenta de la temporada, podían traer cualquier cosa.
Cuando primero le contó a ToroRana la idea que tenía, su hermano, después de explicarle que estaba loco, de mil maneras lo trató de disuadir, luego, viendo que Luciano estaba decidido, dijo que bien, que iban juntos, que no podía ir solo, que si iba uno iban los dos y no hubo forma de convencerlo a lo contrario. Luciano sonreía pensando lo enojado que iba a estar ToroRana cuando entrara al pueblo con su trofeo trotando detrás. Él, por supuesto, no habiendo avisado que iba, pensaba pretender que más fácil no podía haber sido.
Los dos hermanos no profesaban la misma madre ya que a Luciano lo habían robado de una ranchería Apache cuando todavía era niño, pero lo había criado la misma mujer, y era bueno tener un hermano, especialmente uno que siempre llegaba en el momento oportuno y habitualmente tenía razón.
Luciano trató de imaginarse si el caballo rojo habría sido alguna vez montado. Pensaba que no, pero no estaba seguro. Era una cosa amistarse con un caballo ya acostumbrado al hombre y a ser montado, otra cosa totalmente diferente convencer a uno que estaba acostumbrado a defender su harem y nada más. Ahora, la manera más infalible de mantener un caballo como este cerca, era de tener su harem maneado. De esta forma las yeguas no podían correr, por lo tanto no iban lejos, y el caballo tampoco. Entre tanto, hacía la suya, suelto, libre, sin impedimento alguno para defenderlas de otros caballos, o de un puma, o incuso de otros hombres que se acercaran mucho a las yeguas. Fuera de eso, servía de semental para mejorar y aumentar la manada. Por eso la razón de traer la yegua. Luciano pensaba que con la yegua se podría acercar. Cierto que era fea, chica, tuerta, y pasada de años, pero el caballo rojo no sabía eso, y de noche más que seguro se acercaba a investigar, proporcionándole a Luciano su oportunidad.
De pronto se escuchó un relinche de caballos junto con un feroz chapoteo y el retumbe de numerosas pezuñas contra las piedras del río: llegaba la manada. Eran casi doscientos, calculaba Luciano y el caballo rojo, incluso con la poca luz que quedaba del día, era fácil de distinguir.
No mentían ni exageraban, observó Luciano al ver el caballo. No tanto rojo como color arcilla pero fácilmente el caballo más alto, soberbio, y peligroso de grupo: con la cabeza en alto y la cola empinada, un verdadero rey: se movía entre los otros como si nada, sin esfuerzo alguno, a modo del mismo viento.
Luciano se olvidó de los zancudos que tanto fastidiaban, para acordarse de las quejas razonables de su hermano, o del eminente peligro que sin duda corría. Los arrieros de la manada eran niños, pero igual que las mujeres darían la alarma si lo descubrían. Entre tanto, el más capaz de detectar su presencia era el mismo caballo rojo que buscaba: no del todo domesticado, parecía inteligente, silvestre, al mismo tiempo que indomable. Una verdadera fiera, pensó Luciano, recién empezando a entender la enormidad de lo que se había propuesto hacer y agradecido que el viento estaba a su favor
Luciano sabía que cada manada adquiría su propia jerarquía como cualquier otro grupo de animales sociales, incluso y hasta cierto punto parecida a la de su propia tribu: un cabecilla, en este caso con varias yeguas, y cada yegua al tanto de su lugar o su puesto, y ese puesto celosamente resguardado por cada individuo, y pobre del que trataba de cambiarlo. Después de las yeguas estaban los potros, y por supuesto que la cría de la yegua número uno tenía mayor grado que la cría de la yegua número dos, y así, cada cual reconociendo su lugar en la jerarquía de la manada y respetando la de los otros. Eso no quiere decir que de vez en cuando no se armaba un alboroto, y es ahí que tener un buen cabecilla se revelaba esencial. Una de las cosas en que los indios de las planicies eran expertos, era toda cuestión caballo. Al igual que los Mongoles del Asia en sus llanuras, Luciano montaba desde antes de aprender a caminar y vivir entre los caballos de su tribu había sido su vida: no era exageración decir que a caballo se había formado y tampoco era casualidad que aprendió a montar con la misma yegua tuerta que traía hoy.
Viendo la manada interactuar, Luciano se dio cuenta del dominio absoluto de este majestuoso caballo rojo y se dedicó a mirarlo, a estudiarlo, todo el tiempo tratando de adivinar cuál era su recorrido, su ruta, y su manera de circular por entre los otros.
El registro fósil sigue lejos de estar completo, así todo, lo que tenemos acumulado al día de hoy indica que los primeros caballos fueron autóctonos de Norte América, teniendo sus humildes orígenes hace 50 millones de años atrás, y que una vez avanzada la evolución, emigraron a Asia y Europa, misteriosamente desapareciendo por completo del continente Americano entre 13.000 y 11.000 años atrás. Su desaparición, al igual que la de muchos otros mamíferos grandes, conocidos como mega-fauna, coincidió con el término de la última edad de hielo y la llegada del hombre.
Muchos dicen que no fue casualidad, que el hombre fue culpable de la desaparición, ya que durante los últimos 50 millones de años el continente había sufrido numerosos periodos de glaciación y subsecuente deshielos, pero esta fue la primera vez que aparecía el hombre. En menos de mil años, geológicamente hablando un abrir y cerrar de ojos, los caballos desaparecieron de Norte América, al igual que el camello, el castor gigante, el lobo huango, y el mastodonte, para nombrar otros miembros de la mega-fauna desaparecida del continente junto con los caballos, en algunos casos extintas por completo del planeta.
Los caballos llegaron nuevamente al continente con los primeros españoles. Los que montaban los indios de las planicies eran descendientes de estos, que en alguna ocasión se escaparon, no demorando mucho en establecerse como caballos salvajes en las amplias planicies de Norte América, igual que sus antepasados ‒ el continente parecía estar hecho para recibirlos. La nueva aparición de los caballos en las planicies afectó drásticamente la vida y cultura de los indios que vivían ahí, principalmente haciéndolos más móviles, junto con excelentes cazadores y mejores guerreros. Por lo general, los potros de las planicies de América eran chicos ya que sin la asistencia del hombre eligiendo los sementales y prefiriendo las mejores yeguas, los caballos, en pocas generaciones, habían vuelto a ser silvestres, pero como siempre hay excepciones, de vez en cuando había uno que destacaba.
Por supuesto que Luliano no sabía nada de la última glaciación, ni de la mega-fauna, ni de nada: Para el, los caballos formaban parte de su mundo desde un principio, y encontrar un ejemplar tan grandioso entre la multitud de otros chicos y comunes era todo un acontecimiento.
Resulta que mientras más separación hay entre los diferentes rangos, mientras más claro está el puesto o ranking de cada caballo, más sosegada la manada y más fácil de mantener el orden. Un simple resoplido o relinche, o un movimiento de la cola, por muy sutil que fuera disfrutaba significado, siempre y cuando no quedaba ninguna duda quién era el cabecilla. Aquí no había necesidad de patear o morder o pisotear, ni siquiera de echar las orejas hacia atrás. Por el comportamiento de la manada, Luliano se daba cuenta que aquí no había más que un cabecilla: el resto de los caballos lo respetaban, cumplían sus deseos e incluso le hacían el quite.
Finalmente, cuando por falta de luz apenas se distinguía la manada, Luciano bajó el cerro buscando su yegua para sacar el saco de guano y embetunarse. A continuación, se puso el paño negro sobre la cabeza, así sujetando sus trenzas y sacó una bolsita de cuero en la que guardaba tintura roja. Por un instante, Cerceta En Vuelo se le vino a la mente, pero con un esfuerzo de voluntad seguido por un feroz fruncir de cejas, desalojó el pensamiento. Había llegado la hora de los quiubos: la hora de actuar. Luciano se untó la cara de rojo. Rojo: el color del peligro, el color de la sangre. Rojo era el toque acostumbrado de su tribu cuando se entraba en batalla.
Montado a puro pelo, con su lazo y sogas sobre el hombro, Luciano se acercó a la manada para luego agarrar un puñado de crin y así, juntos con su yegua se introdujo paso a paso entre los caballos. Como ya sospechaba, los caballos se acervan, pero por suerte no mucho. Sin duda querían saber quién era el nuevo miembro del grupo y cuando estaban cerca, como precaución, Luciano se escondía debajo de la yegua. Lo bueno era que no se asustaban, por lo tanto ninguno dio la alarma, ni siquiera patearon el suelo o rechinaron, así metiendo bulla y alarmando al resto de la manada y naturalmente a los serenos.
Poco a poco la neblina se hacía más espesa, cosa que Luciano no se dio cuenta en que momento salió la luna. Tan espesa estaba la neblina que a dos metros no se veía nada y los caballos circulaban a su alrededor como sombras, verdaderas negruras de la noche y apenas distinguibles. Lo que sí, se escuchaban, y Luciano esperaba nunca causar que el acostumbrado murmullo de una manada pastando tranquila, cambiara. Sería peor que gritar y prender una fogata al mismo tiempo, si el propósito era llamar la atención de los serenos.
En ese momento se dio cuenta que tenía dos problemas: el primero era la posibilidad de toparse con uno de los centinelas, sin previo aviso. O peor, que lo vieran a él primero. O peor aún, que no fuera uno sino dos. El otro problema era cómo encontrar el caballo en esta sopa. En eso estaba pensando cuando su yegua se tensó, poniéndose nerviosa, sus músculos tiritando como si electrificados, y él, buscando la causa, vio que a su lado estaba el caballo que buscaba. Medio metro lo separaba del tremendo animal que por lo visto era más alto, agraciado y fornido, de lo que se imaginaba. En el primer instante, Luciano se congeló de impresión, no atinando a sacarse la soga del hombro, ni de respirar, ni de nada. Y no hubo un segundo instante. Un resoplido, media vuelta y cola en alto, las tinieblas de la noche se lo habían tragado.
— ¿Qué hago ahora? —se preguntó Luciano, susurrando. En eso se acordó que el caballo rojo tenía su recorrido, manteniéndose en movimiento todo el tiempo. Tal vez su recorrido es el mismo de día que de noche, pensó, y se puso a esperar. Mientras esperaba, otros caballos se acercaron, y él, esperando de cuclillas debajo de su yegua supo cuando el caballo rojo se acercaba nuevamente porque la yegua empezó a tiritar igual que antes. Los indios de las planicies no tenían hora, pero si sabían calcular el tiempo. El equivalente a quince minutos en dar la vuelta, figuró Luciano, y usó esos mismos minutos para prepararse.
Esta vez fueron más que quince minutos, pero apenas la yegua empezó a tiritar y mirar a la izquierda, Luciano se paró por el costado derecho de su animal a esperarlo. Una punta de su lazo daba varias vuelta a la yegua, igual que una cincha, y estaba amarrado de tal forma que no impedía el movimiento de su animal. Las patas traseras de la yegua estaban maneadas también: la idea era de colocar el lazo sobre el cuello del caballo rojo, que seguro saldría corriendo, pero llegando al fin del lazo, se detendría, ya que estaría arrastrando a la yegua. La yegua, maneada, no podría correr mucho, incluso quizás se tumbaba, y en ese caso mejor. La cosa era que no se rompiera el lazo, dándole la oportunidad al joven de manear las patas del caballo.
Si bien el planear fue prolongado, en la realidad, todo pasó en un instante: Llegó el caballo, voló el lazo sobre su cabeza, y luego voló el caballo. Luciano apenas tuvo tiempo de agarrar el lazo para tratar de impedir que el choque fuera grande, pero no pudo—más fácil detener un temporal. La yegua no tenía otra que aguantar el impulso y no consiguió dar más que dos trancos antes de caer de costado al suelo. Luciano, corriendo con una mano sobre el lazo como guía, llegó al lado del caballo que también se había tumbado debido a la inesperada sacudida que sufrió, y antes de que la bestia se diera cuenta, lo había maneado de las patas delanteras.
En cuanto a dominar el caballo, el resto fue fácil. Ya maneado y de pie, el caballo apenas se podía mover. Sacando otra cuerda, Luciano la pasó varias veces entre la cabeza del caballo y las maneas: cada vez que el caballo agachaba la cabeza protestando, Luciano reducía la cuerda más y más, hasta que el caballo quedó con la cabeza por poco entré las patas. En menos de un minuto, el caballo estaba resoplando como león enfurecido, sin poder subir la cabeza ni mover las patas. No era la manera de subyugar un animal tan fino y digno de mejor trato, pero tampoco era el momento de meditar.
Si los tiritones de la yegua al acercarse el caballo eran notable, los temblores del caballo al sentir la mano de Luciano sobre su flanco eran debidamente exagerados. El costado entero del caballo se estremecía, mientras olas de piel y musculo bajaban y subían desde el cuello hasta la parte inferior de la pata. En el flanco trasero pasaba lo mismo y con la neblina que había, parecía humo lo que le salía por la nariz.
Aun trabajando rápido, Luciano demoró varios minutos en poner todo en orden. Primero, sacó el extremo del lazo que rodeaba la panza de la yegua y se lo colocó sobre la cabeza como corresponde. Segundo, le soltó las maneas al caballo, un tanto, y también aflojó la cuerda que mantenía su cabeza agachada. Después dedicó un rato para calmar al animal. Sabía que posiblemente el ruido había sido mucho, pero no tenía manera de comprobarlo. Por el momento, contaba con la neblina para impedir que otros lo descubrieran. La primera seña de que estaba equivocado fue cuando la yegua rebuzno: ella nunca rebuznaba. Cuando se dio vuelta para ver de qué se trataba, vio que un indio se le venía arriba. No tuvo tiempo de reaccionar, pero por suerte la yegua si, levantando la cabeza y echándose para atrás en sorpresa, lo que causó que el lazo se estirara y su atacante, que no lo vio, se tropezara. Ese fortuito evento le dio oportunidad a Luciano para sacar su cuchillo y enfrentar a su enemigo, que no había tardado en recuperarse.
Su rival parecía hombre de más experiencia: no solo bajo, de hombros anchos, lo que mantenía su centro de gravedad más cerca del suelo, sin duda una ventaja en cuanto al uso del cuchillo, pero tenía una nariz aguileña, junto con una cicatriz en la cara que lo desfiguraba, haciéndolo parecer una fiera rapaz. Y para rematar su aspecto de salvaje, una sonrisa sardónica indicando que este no era su primer combate mano a mano con cuchillo.
Luciano comprendía que delante de él tenía un problema. Dos metros separaban a los rivales, mientras lentamente daban vueltas y vueltas a lo redondo, siempre cuidando de no estar al alcance de las patas traseras del caballo, o del lazo que a veces se ponía tirante.
El joven sabía que era mejor esperar el ataque que atacar, aunque sospechaba que su rival estaba tan seguro de si mismo que por el momento prefería jugar con él, así como un gato goza torturando a un ratón: pisándole la cola y disfrutando verlo sufrir. Asimismo, el joven sabía que mejor atacar mientras había uno solo: en contraste a su rival, él no poseía todo el tiempo del mundo. En cualquier momento llegaban los refuerzos y ¿entonces qué?
Cuando el otro tensó la cara y entrecerró los ojos, Luciano se aprontó para resistir la embestida. Y justo en ese momento apareció una flecha en el pescuezo de su rival, atravesándolo de lado a lado. El indio puso una cara de sorpresa, descargó un salpicón de sangre por la boca y cayó al suelo. De ahí no se movió.
—Luci! —La vos de ToroRana, y que alivio: cuando lo llamaba Luci, no estaba enojado.
Por atrás de la yegua apareció su hermano, sonriente, y sin decir otra palabra se agachó sobre el indio caído y después de agarrar un puñado de pelo, con la punta de su cuchillo dibujo un círculo rojo alrededor de la cabeza, empezando en la frente, pasando por arriba de las orejas, y volviendo por el otro lado. Luego, puso el pie sobre la frente y dio un tirón. La acción emitió un ruido como quebrando una ramita seca y su hermano mayor le pasó el moño del indio recién acabado.
Ya que ToroRana había llegado con dos caballos, soltaron a la yegua para que volviera por su cuenta y a su tiempo. A continuación, colocando otro lazo sobre la cabeza del caballo, entre los dos se lo llevaron.
Fue la única palabra que se dijeron hasta estar lejos de ahí.
ToroRana era mayor y normalmente de pocas palabras, especialmente cuando estaba enojado, por eso el gran alivio de Luciano cuando después de tres días de viaje al llegar cerca de su propio pueblo, su hermano detuvo el caballo que montaba y mirando a Luciano por varios segundos le preguntó: — ¿Tu arco, tus flechas?
Luciano encogió los hombros.
—Tonto — dijo ToroRana.
Pormenores:
- Luciano y Cerceta en Vuelo celebraron su matrimonio durante la primera luna nueva, después de lo acontecido, que resultó ser doce días.
- Lluvia En La Cara era hombre sagaz, y adivinando algo de lo sucedido, le regaló el caballo rojo a ToroRana. Total, se lo merecía y ese caballo era mejor para un hombre joven y quién sabe, un futuro jefe. El caballo, si bien era digno de un jefe, era demasiado impetuoso para uno más acostumbrado a la tranquilidad. El moño si, lo colgó con orgullo afuera de su ruca.
- ToroRana a su vez, y con la aprobación del jefe, le obsequió el caballo rojo a Luciano y Cerceta En Vuelo. Se lo presentó durante el festejo de matrimonio.
- Al caballo rojo lo bautizaron Hanía, palabra que se refería al “espíritu guerrero” en el idioma de la tribu.