La antigua gloria.
Como siempre, cuando Antonio hacia una pregunta, no era tanto la pregunta pero la intención. Sus preguntas eran como palas verbales, no solamente creadas para raspar la superficie, pero calculadas para escarbar a fondo también.
— ¿Cris, me dices, es un periodista?
Cuando mi hijo Cris supo que íbamos a tener un periódico semanal, no perdió tiempo en tratar de involucrarse y volverse parte del equipo. Ese mismo día me pidió una cámara diciendo que quería ser un periodista. Yo no tenía problema con eso, incluso me pareció una buena idea y cuando mencionó que tres de sus amigos querían ayudar, les conseguí cámaras digitales a todos. A continuación, les mostré un escritorio desocupado en la oficina, saqué mi antigua laptop de un cajón, y les dije que se mantuvieran ocupados.
—Por supuesto, — respondí. —Quiere ser un reportero famoso. Él y sus amigos sacan fotos y escriben un artículo cada semana. Si el escrito tiene mérito, lo publicamos. Lo mismo con las fotos. Al día de hoy hemos publicado un escrito y tres fotos.
Antonio se echó atrás en su silla y con rutinaria ceremonia prendió su pipa.
—Le dije a Tatiana que quería sacar el bote y llevar a los chicos a grabar ballenas jorobadas de noche. Pensé que le habría gustado venir con nosotros al mismo tiempo que le serviría de aventura a los chicos, algo que puedan publicar. Con suerte y buena luna, sacar fotos también. Pero a ella no le gustó la idea para nada. Me mostró el blanco de los ojos en vez y me preguntó si estaba loco.
Antonio sonrió y continuó preocupado de su pipa mientras contemplaba el cielo.
—Yo puedo ayudarles a revivir una leyenda y conseguir una historia que estaría segura de ser publicada—, dijo eventualmente, —en cualquier periódico, fuera de garantizar que las fotos salgan en la National Geographic.
Lo miré. Antonio antes que nada era un bromista, pero esta vez parecía estar en serio. Yo sospechoso, me pregunté qué estaría tramando.
—Los puedo ayudar a atrapar un cóndor—, dijo con toda seriedad.
Ahora sabía que estaba bromeando.
—No estoy bromeando—, dijo, leyendo mi mente. —Los Incas lo hacían a cada rato, en los viejos tiempos, igual que los Mapuches, igual que los autóctonos Fueginos de aquí. Yo mismo lo hice varias veces . . . cuando era joven.
Sin tener que decirlo, contaba con toda mi atención.
Me miró y notando que estaba prestando atención, continuó.
—Un Gaucho llamado Segundo que trabajaba para mi abuelo aquí en la estancia nos contó, cuando éramos niños, de salir con los antiguos Fueginos a cazar cóndor. No era para destruir el pajaro, sino para obtener la gloria de la captura. Después, siempre lo soltaban y según lo que yo vi, nunca sufrió de la sorpresa, ni del susto, o la pérdida de una pluma. La persona que lo capturaba se quedaba con la pluma como recuerdo.
—En muchas culturas Andinas, el cóndor siempre fue símbolo de la cordillera: una imagen de vigor y salud. En la mitología Andina, el cóndor está asociado con el dios Sol, el mandamás de las alturas.
—Hace sesenta años, habían más cóndores—, continuó Antonio. —Muchos más. Cazando pumas y mirando a las alturas he visto cincuenta cóndores circulando, nunca aleteando, deslizándose como si nada entre las corrientes térmicas. Todavía quedan, pero nunca tanto como antes.
—Los que tienen rebaños de ovejas siguen pensando que los cóndores matan los corderos, por eso dejan carne envenenada de regalo. Están equivocados. El cóndor es ave de carroña, y yo nunca vi un cóndor matar algo más grande que un conejo. Mis amigos tampoco. Si está muerto, les gusta: venado, guanaco, caballo, pescado, delfín, ballena, lo que sea; entonces descienden en patota. Eso dicho, no faltan los cóndores banales, como en todo lo demás, y esos son capaces de robar aves recién nacidas, o los huevos de otros pájaros. Una vez vi uno agarrar un conejo, pero como no tiene los talones de una lechuza o un halcón, mató el conejo a picotazos.
—Están en la altura, sí, y si quieres agarrar uno mejor ir pronto ya que hay que subir a buscarlos. Anidan a dos mil metros, o más alto, por eso tiene que ser en verano. No creo que llevaría a escolares a esas alturas en invierno. Se puede, pero no es prudente.
¿Hablas en serio?—, pregunté.
— Evidente que si—, dijo él. —Para los chicos, es mejor que jugar a los videos o ver tele. Y si no agarran uno, no importa. De todas maneras nunca se van a olvidar. Algunas de mis mejores cazas de cóndor fueron unas en que los vimos, pero nunca llegamos ni cerca.
— ¿Y cómo se atrapa uno? — pregunté, con desconfianza.
—De la manera antigua—, contestó. —En realidad, de la única manera que conozco: subes a la montaña y haces un hoyo suficientemente grande para entrar en él. Después te metes al hoyo y tus amigos lo cubren de ramas y hojas. Arriba de todo eso, dejan un pedazo de carroña. Puede ser cualquier cosa: guanaco, conejo, oveja, lo que sea. En el caso de los antiguos Incas, el cuerpo mutilado de un enemigo. Después, esperas. Un día, una semana, nunca se sabe. Cuando el cóndor aterriza sacas la mano por entre las ramas y agarras una pata. Con la otra mano metes un laso en la pata para sujetarlo. Entre tanto, el bicho está aleteando furioso, tú estás gritando y tus amigos corriendo a la ayuda. Cuando llegan le tiran una frazada por arriba para que se sosiegue y no se haga daño. Una vez asegurado, le quitas una pluma y lo sueltas. Simple. Me imagino que ahora le quitas una pluma, sacas una foto y lo sueltas—. Antonio sonreía.
—Me parece fácil—, dije.
Antonio se puso a reír a gusto. —Si vienes con nosotros, te prometo que nunca harás nada más difícil: de ahí en adelante tu vida va a parecer trivial en comparación y vas a estar planeando volver para obtener esa gloria y darle significado a tu existencia.
— ¿Cuál es la parte difícil?— pregunté.
—Todo—, dijo Antonio. —La subida a caballo, la caminata para llegar a lo alto, hacer el hoyo en roca viva, la falta de oxígeno, el frio, la lluvia, encontrar carroña, engañar al pájaro, la interminable espera, y lo más difícil: agarrar la pata sin perder la mano de un picotazo, todo.
Lo quedé mirando mientras él tranquilo y satisfecho fumaba su pipa.
No podía creer que me había convencido.
9 thoughts on “La antigua gloria . . .”
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