Mi Antonía
Manuel Taboada
Si creen que le robé el título a Willa Cather, sin saber quién es, o peor, sabiendo quién era, o que el nombre está mal escrito, llegaron a conclusiones demasiado rápido, y todas equivocadas.
La explicación no es larga y tiene su gracia, pienso yo, por lo tanto les ruego tengan paciencia y me dejen explicar. Si después de leerla todavía opinan que sus primeras conclusiones estaban acertadas, están en todo su derecho y, bueno, qué se le va a hacer.
Soy profesor de biología y hace un tiempo tuve la oportunidad de pasar dos años estudiando en Estados Unidos. Lógico que no sabiendo mucho de inglés, tomé cursos fáciles, con el propósito de aprender el idioma, no tanto la materia. Uno de estos era de historia mundial, lo que los gringos llaman “World History”. Pensé que sería pan comido.
El primer día de clases me senté lo más atrás posible y pensaba solo escuchar. Primero que todo, y como ya dije, era profesor de biología y mi primer objetivo era aprender el idioma. Segundo, no quería contestar preguntas. No tanto por la dificultad o vergüenza de hablar inglés, sino . . . bueno, quizás un poco sí.
Cuando entró la profesora pensé que había cometido un error por incorporarme a esta clase sin primero averiguar quién la enseñaba. De eso estaba seguro ya que lo que entró fue una viejita, delgada, curcuncha, de pelo azul con anteojos tipo fondo de botella, que no medía más de un metro cuarenta de altura y lo primero que dijo en su voz tan suave que apenas se escuchaba, fue así: me llamo Helena, igual que Helena de Troya, la hija más hermosa de Zeus. Helena con H.
Nos reímos de la incongruencia, aunque era una risita nerviosa: no queríamos insultar. A continuación nos dijo que durante la clase la llamáramos Antonía. Antonía, según ella, la tutora de Alejandro Magno, en cosas de historia mundial y geografía. Luego escribió el nombre en el pizarrón y lo escribió igual que ya lo han visto, tildando la í. Si hubiera estado en mi país, hubiera reclamado en mi idioma, pero me aguanté.
—Yo voy a ser vuestra Antonía—, dijo —vuestra tutora en la historia del mundo.
Sin perder más tiempo, ni darme chance de pensar mucho del error que había cometido por venir a clase con este vejestorio, continuó diciendo: —Saquen una hoja de papel, pongan la fecha con su nombre y pongan también el nombre de la persona que inventó la máquina de imprimir.
Yo sabía que era Gutenberg y entre dientes dije “Qué fácil”. Luego hice lo que el dinosaurio pedía y lo fui a dejar a su escritorio.
Y ahí fue cuando las cosas empezaron a cambiar.
En seguida dijo: Todos ustedes que pusieron Gutenberg, se sacan un diez en la clase y se pueden ir, ya que lo saben todo. Los que no están seguros, quédense y vamos a ver si es tan así nomás.
Que yo sepa, todos habían contestado “Gutenberg”, pero nadie se fue.
Y así comenzó la mejor clase que nunca me maginé con la profesora más increíble de mis veinte y más años de estudios, y una que cambió mi vida.
Pero me adelanto.
Helena, o mejor dicho, Antonía, como quería que le dijéramos, era una enciclopedia ambulante.
En esa primera clase, se paseó por toda la sala hablando de las primeras imágenes impresas en Mesopotamia, 3000 años antes de Cristo, después en la China, en Egipto, en la India. Y no solamente imprimiendo en papel o papiros, sino también en lino, en seda y arcilla. Resultó que había todo tipo de imprentas, todo tipo de técnicas y materiales en un sinfín de idiomas. Después de esa primera clase, la respuesta “Gutenberg” ya no parecía conveniente, sino barata, y me arrepentí de haberla escrito en ese maldito papel que ahora quería me fuera devuelto para quemarlo.
La tarea que nos dio fue averiguar todo lo posible sobre imprentas, el proceso de imprimir, los materiales y más que nada el porqué todos habíamos contestado “Gutenberg” tan de buenas ganas. Habiendo tanta historia detrás de la pregunta no me imaginé porque yo había contestado de tal forma, ni menos los demás. Después de todo, yo era investigador, científico, estudioso y me las daba de intelectual—qué cómico.
Al irnos nos dijo uno por uno que ella era nuestra Antonía. —Tu Antonía, tu Antonia, tu Antonía . . . —, repitió con exuberancia mientras todos salían.
La segunda clase fue igual de memorable.
Lo primero que nos dijo fue que había un país tan chico, pero tan chico, que nadie podía estirar los pies cuando dormían a no ser de tener pasaporte.
Los que éramos un poco educados nos reímos pensando que era una bromita y después nos pidió una reacción.
Una estudiante interesada en participar dijo que le parecía muy exagerado.
— ¿Exagerado?— preguntó la maestra. — ¿Por qué exagerado? Yo pensé que exagerar significaba agrandar, ampliar, engrandecer, gigantizar, inflar o poner por las nubes. Esto es todo lo contrario.
Nadie supo qué decir.
Lo que siguió fue una explicación de la palabra exagerar, primero diciendo que era un verbo, seguido por la etimología: del latín exaggerare, y exaggerationis, lo cual en retórica suele significar una ampliación hasta lo excesivo, hasta salirse de un límite. Por supuesto que de ahí pasamos a examinar la palabra excesivo, un adjetivo, con toda su larga historia y equipaje al arrastre desde la edad de la piedra, llegando a la conclusión que excesivo es algo que llega más allá de lo normal o se sale de la regla. Después seguimos con la palabra límite, una que parecía no tener fondo.
En menos de dos semanas, llegué a la conclusión que no había nada fácil en este mundo y menos con mi Antonía: entre otras cosas, cada vez que alguien salía con un país chico, no faltaba otro que investigara más, y salía con otro más chico aún. Parecía que cada día se achicaban más y más los países, tanto así, que se ponía cada vez más difícil estar seguro si ese primer país tan chico era una exageración o no. Cuando un estudiante haciéndose el chistoso dijo que si ese país tan chico era una isla, entonces sería importante saber si la medición era durante marea alta o marea baja, hicimos bolas de papel y se los llovimos por un gran minuto.
Tampoco me demoré mucho en darme cuenta que no solo no dominaba nada de historia, ni de palabras, ni de qué tan chicos eran los países chicos, sino que tampoco conocía mucho de enseñar. Mi Antonía nos tenía a todos al borde de los asientos, atentos no solo a lo que decía, sino que también a sus gestos y tono de voz. Nunca vi cosa igual: siempre pensé que para enseñar solo había que saber la materia. Estaba muy equivocado, pues para enseñar es bueno saber la materia, obvio, pero mejor es saber enseñar.
Hablando de saber enseñar y del idioma, recordé a mi mujer enseñándole a nuestro hijo de siete años. Un día en que el chico estaba en casa, no con fiebre, sino con algo contagioso, ella decidió que era hora de iniciarlo en el idioma, y se propuso empezar con adjetivos y sustantivos. El resultado no fue lindo, ya que cuando llegué a casa me encontré con lo que únicamente se puede describir como la calma después de la tormenta: mi mujer, sentada en la mesa de la cocina, fumando y sin decir nada—fumar, algo que no hacía desde que éramos novios. Al chico lo encontré llorando en su cama, con los pies debajo de la almohada y su cabeza a los pies de la cama. No era lo de siempre.
A mi hijo ya lo conocía y sacarle una palabra cuando estaba triste sería inútil. Fui a ver si mi mujer aflojaba una explicación. Cuando las cosas andaban mal entre ellos, mi hijo no era su “amor”, su “papito”, su “regalón”, su “cuchi-cuchi”, era “mi” hijo.
—Tu hijo me insultó—, dijo. —Después yo lo insulté a él, él se puso a llorar. Me gritó yo grité y aquí estoy, tratando de calmarme.
Se demoró un buen rato, pero cuando finalmente me contó, supe que mi hijo, vivo que era ese guachito, prefería morir antes que dar un ejemplo de dos sustantivos y dos adjetivos. Así todo, respondió diciendo “Mamá fea, Carlito lindo”.
Me pareció que a mi mujer le habían metido gol de media cancha, uno que no vio venir. El marcador estaba uno a cero a favor del chico y el pito final había sonado. Claro que esa opinión me la dejé para mí.
Como resultado de esa experiencia aprendí dos cosas: primero, hay que tener más paciencia que la Madre Teresa para educar a niños de primaria y, segundo, hay que saber hacerlo. Fuera de eso, estábamos criando un auténtico sinvergüenza bajo nuestro propio techo—y con todo cariño.
Volviendo al tema anterior, parecía que mi Antonía no tenía fondo. Ante cualquier cosa que preguntaba, si uno daba la respuesta reconocida como correcta a través de los siglos, nos obligaba a pensarlo otra vez, y pensarlo cien veces más era poco.
— ¿Qué constituye un animal doméstico?
— ¿Cómo se domestican las plantas, los insectos? En cuanto a insectos, piensen en el gusano de la seda, las abejas, los escarabajos. ¿Qué importancia han tenido en la historia?
— ¿Cuántos animales de una misma especie se necesitan como mínimo para mantener la especie? ¿Será lo mismo para cada especie?
— ¿Por qué ha sido tan importante la sal a través de la historia, a veces incluso valiendo más que su peso en oro? — Yo ni idea tenía que la palabra sal-ario nació de la sal.
— ¿Saben qué hora es? — No voy a entrar en detalles, ni de contar a qué rincón del planeta se refería, o a qué planeta incluso, pero la respuesta correcta era “Sí”.
Un día nos contó el cuento de un cristiano que salvándose de ser ahogado cuando naufragó la nave en que venía, le preguntó a uno de la India que también se salvó, si le había dado gracias a Dios. “Sí, por supuesto”, le dijo el hindú, “a todos los Dioses, como corresponde”. Pasamos un mes hablando de religión, y nos faltaron años para desarrollar ese tema.
— ¿Qué relación hay entre la palabra siniestro, significando tenebroso, funesto, maligno, accidente o miedo, entre otras cosas, y los zurdos?
La historia de la música, tal como la religión, era punto aparte y necesitaba años.
No lo sabía en ese momento, pero mi Antonía, al margen de toda la historia del mundo y sus extraños objetos y sujetos que repasábamos en cada clase, nos estaba enseñando dos cosas adicionales no mencionadas en el currículo: poner límite a nuestros conocimientos, es decir, saber hasta dónde llegar, y a dudar.
Quién descubrió el fuego y cuándo es un buen ejemplo. ¿Cómo saberlo? Simplemente imposible, aunque uno se puede imaginar muchas cosas, entre ellas, un relámpago y un hombre primitivo acercándose al árbol caído y sintiendo el calor, tocándolo, quemándose y así aprendiendo poco a poco de esa maravilla. Pero eso no constituía conocimiento, eso era teoría, especulación. Poco a poco nos dábamos cuenta que algunas preguntas no tenían respuesta.
Y así resultó ser el caso con la mayoría de las preguntas.
Qué poco sabemos, pensé yo. No sabemos nada.
Por otro lado, cuando se podía saber, a veces había más de una respuesta y todas buenas, razonables, incluso factibles y se hacía difícil decidir a cuál de todas darle más importancia.
Ese era el caso con las horas del día: ¿Por qué 24?
Se puede dividir por el máximo número de divisores: 2, 3, 4, 6, 8,12, era una respuesta. Aparte de que concuerda con el uso por los egipcios de los nudillos de los dedos para contar: 3 por cada dedo (sin contar el pulgar). Como esas dos, hay varias más. En el fondo, si la explicación de las horas del día es compleja, es también interesante, al mismo tiempo que poco satisfactoria, ya que deja mucho por desear. En otras palabras, estamos seguros de algunas cosas y no de otras.
La razón que esta respuesta es poco satisfactoria es la misma razón por la que hay que tener tanto cuidado con los relatos históricos. Según mi Antonía, es una constante tentación no dejar nada en el aire y un historiador es capaz de inventar conclusiones falsas, cosa de completar la epopeya, y conclusiones que después se repiten ad infinitum, a través de los siglos, agregándose a la historia final como fait acompli.
Como ejemplo de esto está Heródoto, contemporáneo de Sócrates y considerado como el “padre de la historia”: nuestro primer historiador. Resulta que Heródoto mismo nos dice que algunos relatos los repitió tal como se lo contaron a él. Relatos que formaron parte de la historia mundial por todos estos siglos y ahora se consideran imaginativos, como mínimo, sino del principio al fin equivocados. Y como no son todos, son algunos, el problema para los interesados está en saber cuáles.
La muerte de Sócrates, por ejemplo, junto con sus últimas palabras, la conocemos en gran parte, por el relato de Platón en su Phaedo. Para mí, esta toma otro significado una vez sabiendo que Platón repite lo que a él le contaron. La muerte ingiriendo cicuta, según los expertos de hoy, no es suave ni tranquila como Platón la describe, sino todo lo contrario: áspera y dolorosa. Lo peor de todo es que Platón habla como testigo y nunca dice que no estuvo ahí, lo que da origen a preguntas adicionales, deja poca satisfacción y da mucho para pensar.
Sin darme cuenta, del mismo modo estaba aprendiendo a enseñar. Poder decir “No sé”, sin temor a decirlo, tiene su valor. Mi Antonía lo decía a cada rato, incluso era su respuesta preferida y la más usada en clase. Claro que había que explicar el motivo de no saber, dar ejemplos y razones, lo cual para nosotros no era fácil. Así todo, lo hacíamos, y sino uno por uno, como grupo.
Otra cosa que me di cuenta era que ella, en cada clase, aprendía de nosotros y nos decía, —Mira qué interesante, gracias por mencionarlo, no lo sabía—. Resulta que no era un crimen que la profesora no estaba al tanto de todo: un nuevo mundo se habría para mí y uno en que el aprender y enseñar eran vías de doble sentido.
Una semana previo a que terminara el curso, uno en mi grupo de cinco investigadores, por casualidad, sacó el tema de nunca haber oído hablar de Antonía como tutora de Alejandro Magno. Nos miramos como electrificados. ¿Será posible que nos dijo eso como dato histórico y uno que nos tragamos todos sin pensarlo dos veces?, cuestionó otro en mi grupo.
—Yo diría que es más que posible—, comenté. —Incluso probable—. A continuación expliqué que buscando más cursos con nuestra profesora Helena estos últimos días, para seguir con ella el resto del año, descubrí que ese no era su nombre. —Es solo su nombre en este curso—, les conté. —Se llama Susan Aberdeen en “el mundo real”.
Sin demora, investigamos el mundo de Alejandro Magno y aprendimos que sus tutores fueron varios, con Aristóteles y Diógenes entre los más conocidos, pero ninguna mujer se mencionaba y, claro está, ninguna Antonía.
Lo que hicimos a continuación, fue mandar a miembros de nuestro grupo a otros grupos y ponerlos al tanto de nuestro descubrimiento. Que yo sepa, nadie se sorprendió, pero sí nos agradecieron por mostrarles el tremendo elefante, tan obvio y tan invisible, en el medio de la sala.
No es elefante si lo contenemos a tiempo, les propuse y me eligieron para hacérselo saber a nuestra querida profesora.
Así fue que en la próxima clase, provisto de fuerza y confianza que supongo viene del saber, levanté la mano.
Cuando mi Antonía señaló que podía hacer mi pregunta, dije: Señora Helena o Señora Susana Aberdeen, hemos averiguado sobre los tutores de Alejandro Magno y ninguno aparenta ser mujer, ni menos una Antonía.
Su respuesta me sorprendió, aunque conociéndola, no debiera.
-¡Gracias!, dijo, y nos aplaudió. —Pensé que no habían aprendido nada.
A continuación nos devolvió el papel con la respuesta tan barata y conveniente de “Gutenberg”. En lugar de quemarla, como quise ese primer día, la tengo colgando en mi oficina, junto con otros cuadros y fotos, detrás de mi escritorio, en un bonito marco de madera. Y me ha sido enormemente útil: cada vez que me siento seguro de que hay una sola respuesta, de que no hay lugar a dudas y de que el tema está ya agotado, lo miro y vuelvo a la realidad.
Nunca supe porque todos habíamos respondido “Gutenberg” a su primera pregunta: tan seguros, tan así no más, tan como rebaño de ovejas o lemmings. Sospecho que debiera tomar un curso en sociología para investigarlo: otra pregunta sin respuesta en mi vida, entre tantas, pero una que sin embargo incomoda.
A propósito, el inglés, la razón inicial de tomar el curso, lo aprendí sin querer. Fue lo de menos y en un mundo de tantos gringos, ni cuenta me di.
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