El Desierto de Pete Molinas
Ante un hombre enamorado
sálvese quien pueda.
. . . Al llegar se encontró con dos cosas. Primero, brotó todo lo que plantó: la tierra, tanto tiempo abandonada y maltratada por animales, estaba rica en minerales y abono, el tamaño de sus plantas lo decía. Parecía que lo único que le faltaba a esa tierra era agregar agua y trabajo: sin el uno o el otro, nunca habría nada. Segundo, y aparte de esa agradable sorpresa, se encontró con un indio sentado en la entrada de su cueva.
Pete se acercó con mucho cuidado, mirando a su alrededor, pensando lo mejor y preparado para lo peor. Notando que el desconocido no mostraba señas de agresión, le habló.
—Soy Pete Molinas —dijo—. Este lugar es donde pensaba hacer mi casa.
—Ya lo sé —respondió el otro—. Lo vi trabajar todo un mes.
Después de las primeras introducciones, Pete supo que el indio, llamado Suré, era de Tarahumara, un pueblo nativo del norte de México, habitando la Sierra Madre y sus alrededores al sur de Nuevo México en el estado Mexicano de Chihuahua.
—¿Y qué te trae por aquí? —preguntó Pete.
—Hay agua, hay sombra y las semillas ya brotaron. La siembra se ve buena. Alguien debe cuidar que los ciervos, las liebres o los carneros, no se coman todo. Hoy es mi turno.
—¿Son más?
—Somos varios —dijo Suré.
—¿Por un mes me estuvieron viendo? ¿Y cómo que no los vi?
Suré se encogió de hombros y no dijo nada.
Pete algo sabía de los Tarahumaras. Su abuelo le había contado historias. Historias de una gente tímida, unida y pacífica: gente armoniosa, deshonrada por los invasores. En su tiempo, sus tierras ancestrales ocupaban el estado de Chihuahua, lo que cambió con la llegada de los españoles en el siglo XVI, reclamando esclavos para sus minas. Con las persecuciones que continuaron, los indios retrocedieron a los lugares más inhóspitos, más difíciles de llegar, como serían las montañas de la Sierra Madre, la Barranca del Cobre y otros desfiladeros igual de recónditos y profundos. Para peor, junto con los soldados llegaron los Jesuitas: fanáticos en tratarlos de convertir a una nueva religión. En las montañas y precipicios los Tarahumaras buscaban tranquilidad. Pete también sabía que los Tarahumaras eran reconocidos por correr largas distancias: cien kilómetros para ellos era lo mismo que ir al quiosco de la esquina para otros.
Sin decir más, Pete sacó una canasta de la carreta y se puso a cocinar. Frijoles, carne seca y tortillas de maíz, la dieta acostumbrada de toda persona en esa zona y preferida por los indios. Entre tanto cocinaba le ofreció tabaco y papel a Suré. Después de todo, la costumbre del cigarrillo era algo establecido en esa parte del mundo y siempre bienvenida: una forma de hacer amigos.
Suré enrolló uno grueso y sacando una ramita prestada de la fogata encendió su primer cigarro. —Su abuelo es un buen hombre —dijo, aspirando profundo y con gusto.
—¿Lo conoce? —preguntó Pete, sorprendido . . .