HO EL 5 . . .
Ante un hombre enamorado,
sálvese quien pueda.
—Seguro que usted está casado —dijo Soledad, dirigiendo sus palabras al profesor en forma de pregunta—. Veo que usa anillo. ¿Cómo es que se acostumbra a estar aquí, solo, en un lugar tan caluroso, tan aislado, tan lejos de su tierra, con mil cerros de arena y más arena por donde uno mire?
Se me ocurrió que ella era investigadora igual, con sus propios métodos.
—Estaba casado —contestó el profesor, mirando su anillo—. Duró cinco años y fueron los mejores años de mi vida.
Como nadie dijo nada, él siguió. —Fiorella era sin igual —por primera vez usando un tono de voz denotando algo de lamento.
— ¿Italiana? —preguntó Soledad.
—Igual que un cannellooni —dijo Bill, alongando la “o” al estilo italiano—. La conocí en un pueblito llamado Urbino en Italia. Un lugar encantador con vista a los Montes Apeninos. Son montañas cubiertas de bosques que recorren Italia de norte a sur. Estaba pasando por ahí, rumbo a Milán donde enseñaba y me quedé a pasar la noche. Su familia tenía panadería y un kiosco en la esquina. Ella vendía pan en las mañanas. Busqué razón de quedarme un mes entero y apenas pude regresé.
— ¿Algo pasó? —volvió a preguntar Soledad.
—De un principio tenía cáncer —contestó el profesor, ahora no mostrando señales de estar afligido—. Cuando resurgió la enfermedad, no hubo forma de frenarla y murió en menos de tres meces. Los tres meses los pasó en cama, dibujando mis gaviotas y otros bichos de este desierto, con tiza y lápiz. Publicar un libro para servir como guía de la flora y fauna de aquí era un proyecto que teníamos juntos.
—La idea era de yo escribir y ella hacer la parte artística. Creatividad de sobra era algo que ella tenía, algo que Dios le concedió y sin duda hace de la vida algo interesante.
Pensamos que de esa manera nuestro libro sería más lindo, más original que solo usando fotografías. Las ilustraciones, si están bien hechas, enseñan más detalles. Una pena que no terminó. Ilustrar era un hobby que perseguía desde niña. Lo hacía muy bien, era fantástica. Por lo menos su tiempo enferma pasó rápido. No languideció.
—Lo siento —dijo Soledad—, por sacar el tema. No lo culpo si está triste.
—Conociendo a Fiorella es imposible estar triste — indicó el profesor sorprendiéndonos a todos—. Ella vivía la vida minuto por minuto y la supo aprovechar al máximo. Yo le aprendí mucho. Siempre me decía que me quería mucho, “y no así nomás”, agregaba, “pero con amor, con ganas, hasta Júpiter y más allá.” Después me daba un abrazo que duraba diez minutos. Se colgaba de mí como collar y al final me daba cuenta que cada vez pesaba menos. Ese abrazo es lo que más extraño. Antes de morir me hizo prometer no estar triste, sino feliz de haberla conocido y de seguir adelante. Le di mi promesa y he tratado de cumplir, de seguir, contento de haberla conocido a tiempo. Este era su anillo. Me lo devolvió horas antes de morir, diciendo que estaba libre para buscar otra flor. Ya van tres años que la perdí.