(Sp) Antonio, mi amigo . . .

Posted on Posted in Historias, cuentos y más . . .

Un inconveniente.

 

Mi amigo Antonio conocía mucho pero hablaba poco. Por eso fue sorpresa cuando un día me preguntó si yo sabía cuál era el peor invento del hombre.

— ¿El peor invento? repetí, pretendiendo no haber entendido la pregunta.

—Bueno, quizá no tanto invento como descubrimiento.

—Ni idea —le dije.

—Sin duda fue la agricultura, —me indicó, y luego me explicó su manera de pensar.

—Imagina ser el primer agricultor. Tienes que sacar árboles para plantar la semilla, pero primero tienes que recolectar la semilla. Hay que arar, plantar, regar, desmalezar, cuidar que no se lo coman los insectos o ratones ni los venados o puercos y luego, regar más para seguir desmalezando. Después con suerte viene un poco de lluvia y no un diluvio, o peor, una sequía, y ojalá el grano o fruta se pueda cosechar antes de que lleguen las primeras langostas. Estudiados antropólogos nos dicen que estos primeros cultivadores de la tierra morían joven, con las rodillas y columna dañadas de tanto estar doblados en dos, sea plantando o acarreando pesados bultos. Acuérdate —continuaba mi amigo, —que esto fue antes de domesticar a bestias como bueyes o mulas, para socorrer con la siembra el cultivo y la carga. Además, todo esto antes del hierro, quiero decir no tenían hacha ni pala. En esos tiempos todo era a mano. Y no a mano como ahora, sino a mano con los dedos.

Eso era para empezar. Si la cosecha era buena, había que secar el grano, almacenarlo para el invierno, seleccionar y separar la semilla, cuidarlo, no solamente de los ratones e insectos, pero de la tribu vecina y sinvergüenza que siempre estaban dispuestos a robar la cosecha, especialmente si la de ellos fallaba.

Compara ese castigo con los cazadores recolectores de la edad de la piedra, antes de que se sospechara la agricultura. Si vivían en Tierra del Fuego, por ejemplo, simplemente mandaban a las mujeres a buscar su desayuno. Y que desayuno: mariscos, pescado, huevos, pato a las brasas, foca al carbón o guanaco ahumado. Un verdadero banquete fresco y casi todo disponible a tres pasos de sus rucas a orillas del mar.

Pienso que una vez desayunado, el tipo bosteza y decide dormir un rato más. Total, no hay apuro, no hay ni platos para su mujer lavar. Más tarde, si tiene ganas, piensa ir a cazar una foca. A dos kilómetros hay una colonia y con arriba de cincuenta mil individuos, el único problema es no tropezarse con ellas. En ruta, los chicos que acompañan a los grandes cargan canastas llenas de huevos que encuentran regados por todos lados. Con un millón de aves en la cercanía, el problema no es encontrar huevos, pero hay que fijarse de no pisarlos. Al volver, los chicos traen las canastas entre dos. Si el tiempo coopera, quizás en unos días los hombres salen tierra adentro para cazar guanaco o zorro. Ojo, y no por necesidad, sino para variar y continuar la tradición.

El almuerzo es semejante y en las tardes se dedican a la vida social: alrededor de una fogata cuentan historias, chistes, se peinan, se escarmenan el pelo o quizá se sacan piojos. El más callado, incluso, puede ser el que hace flechas, canastos, o anzuelos de hueso. Callado, pero no por eso deja de participar con risas y carcajadas. Para los guanacos las flechas sirven pero conforme a la pesca, el anzuelo está casi de sobra. Hay posones en que durante marea baja es cosa de recoger los pescados, o simplemente ensartarlos con una lanza hecha de palo con punta endurecida al fuego.

Y si bien el clima es frio, hay madera demás. No solamente de ramas que caen, pero de troncos que llegan a la deriva. Es cosa de sacarlos del agua y dejarlos airearse unos días.

Con su inquieta imaginación y amplio conocimiento, mi amigo Antonio, era bueno para convencer a cualquiera, pero yo me resistía. Quizá tiene razón, pensaba, pero para mí, el inconveniente para mí era que sin agricultura no hay pizza.