Don Tito tomó su cuchillo por la punta y demostrando un ágil desprecio a sus alrededores tan propio de él, lo lanzó con fuerza a la pared, donde se enterró en el calendario y no dejó de vibrar por un largo rato: la fecha ‒ 5 de marzo, 1881.
Se me ocurrió que por suerte no pregunté la hora, y de reojo miré el lindo reloj cucú en la pared arriba del bar. La fecha aguantó el cuchillo lo más bien, pensé, pero no sería lo mismo con la hora, y para que hablar del cucú.
Como pueden sospechar, Don Tito era hombre de pocas palabras, pero a veces se le pasaba la mano y pecaba de ser mezquino con el idioma. Así todo, no había nadie en nuestro grupo que se lo iba a decir y yo menos. Lo recién ocurrido era explicación suficiente y si el dueño del bar lo aguantaba ¿quién era yo para enseñarle mejores modales?
Recién bajábamos de la montaña y en mi opinión no hay nada que haga recordar al hombre su humilde origen de cazador‒recolector miles de años atrás, como seis meses recorriendo las cumbres de la cordillera. No sabría decir si recorrimos Chile o Argentina porque en lo alto no hay banderas y la diferencia no se nota. Pero sí que caminamos.
Buscábamos oro, un metal pesado y amarillo que se dice no es magnético, aunque para nosotros tenía un magnetismo insuperable, poderoso, y más allá de toda lógica.
Yo estaba entusiasmado. ¿Cómo qué no? Terminando mis estudios conseguí permiso de mamá para salir explorando con don Tito. Obvio que no tenía idea lo que me esperaba y se puede decir que de las montañas aprendí mucho, y de don Tito aún más.
Consideren que en la cordillera no es cosa de senderos ya preparados ni de hoteles con agua caliente, toallas blancas y un bombón esperando en la almohada. Mayormente, se trata de caminar y cargar, para luego seguir caminando. Por lo demás, tomen en cuenta que caminando no es cosa de llevar todo para seis meses. Cuando mucho se puede llevar para una semana, diez días máximo, dos semanas nunca y varios meses ni hablar. Vale decir que hay que arreglárselas con lo que uno encuentra por el camino, y si bien una oveja se puede conseguir, a veces pagándola, a veces, bueno, digamos que pidiéndola prestada, no siempre se consigue presa tan fácil. Quizás en las laderas si, más arriba no. Y como punto aparte menciono la ventaja de ser católico: después de comer se da gracias y se pide perdón por cualquiera pequeña o gran transgresión contra hombre o Señor. ¿Qué más fácil? Los pecados se borran y uno queda limpio, como nene de dos años después de la mamadera: con la conciencia en blanco, y el estómago sin reclamos.
Lo que sí, es que oro no es fácil de encontrar ni menos conseguir desenterrarlo de donde ha descansado tranquilo por miles y millones de años sin que nadie se molestara por él. Otro detalle importante es que la cordillera no está diseñada para caminar, ni menos para la tranquilidad, ni siquiera para proveer al hombre una manera variada y sabrosa de matar el hambre. En resumen, la cordillera puede ser manjar para la vista pero una verdadera mierda para los pies, tortura para la psiquis y a mi modo de ver, excelente como dieta, siempre y cuando uno quiera bajar de peso o no dar sombra.
El primer lugar que fuimos se encontraba a los pies de un profundo canal, o mejor dicho, al fondo de un barranco abismal de más de cien metros de ancho, y lleno de enormes piedras, algunas tan grandes como una casa, y redondas además, totalmente pulidas, indicando que ya tenían su buen recorrido, y que sin duda un día continuarían rumbo al mar ‒ el eventual destino de toda piedra cordillerana. La cosa era que sigan por su cuenta, y no nos arrastren a nosotros como pequeños borrones en sus costados.
Y prevenir esa eventualidad resultó ser nada de fácil. En primer lugar, por el medio del barranco corría un agua. Ojo, no mucha, pero veloz, y sin ser geólogos o sabios, sabíamos que ese hilo de agua no formó este barranco. Lo formó la marejada de agua, consecuencia de las lluvias torrenciales en la alta cordillera, que supuestamente bajaban escandalosamente, igual que león enfurecido, rugiendo, gruñendo, mostrando terribles garras y dientes, rasguñando los costados del barranco sin misericordia, y arrastrando todo, sin excepción, por delante. El problema era saber cuándo, ya que la salida del barranco, el primer lugar donde podíamos trepar y subir, estaba a un kilómetro de distancia. La primera noche decidimos quedarnos ahí para ahorrar tiempo, pero no pude cerrar los ojos. Éramos cinco, y que yo sepa, nadie durmió . . . con la excepción de don Tito—nunca vi que nada lo afectara. Por mi cuenta, cada vez que escuchaba un ruido, un crujido, o el chisporroteo de nuestra fogata, me imaginaba una ola barriéndolo todo en su paso, y nosotros parte del todo. Resultado final, el próximo día el único que trabajó fue don Tito ya que nosotros, en cuerpo y espíritu, estábamos muertos: sonámbulos total, y confieso que éramos más inútiles que tetas en un puerco, y lo sabíamos. Tal vez una vergüenza, pero así todo no fuimos capaces de ayudar mucho.
Esa mañana, don Tito fue al riachuelo sin preocupación alguna, mostrándose bien descanso, a modo de turista en vacaciones cordilleranas y en poco rato sacó media docena de truchas de buen tamaño, para su desayuno. Se notaba que las truchas estaban hambrientas y que nunca antes habían probado un anzuelo. Ayudarlo a comer fue finalmente lo único que hicimos con buenas ganas en todo el día.
Pienso que allí estuvimos catorce días y todos menos don Tito sin dormir un gramo. Y hablando de gramos, se puede decir que ente los cuatro, sacamos más de cien gramos. Entretanto, don Tito, por su cuenta saco más de mil: eso fue lo que nos mostró, tal vez tenía más, porque como ya se imaginan, nunca dijo sí, no, o válgame Dios.
Después de lo que pareció ser dos semanas sobreviviendo a puro pescado y sin dormir, exploté, diciendo que no aguantaba más. —Quédense con mi parte, — les grité, a ninguno en particular, —no hay suficiente oro en toda esta montaña para comprarme el sueño de esta noche. Sueño con dormir, — les agregué con más calma, pero en ese momento a nadie le pareció chistoso ni menos irónico. Y cuando digo a nadie, no incluyo a don Tito. Imperturbable era la palabra para referirse a él: nunca lo vi reaccionar a nada, ni a mis gritos, ni menos al posible peligro en que nos veíamos. Tampoco supe lo que pensaba, o si es que pensaba.
Tantos días sin dormir, ya había perdido la cuenta y por poco, el uso de la razón: apenas podía caminar de cansado o mareado, o que se yo, y para colmo, también se habían agotado las miserables truchas. Creo eso fue lo que causo mi alteración. Esa misma mañana después de mi arrebato, recopilé mis cosas y al verme preparando la mochila, los otros tres hicieron igual. Don Tito, nos imaginábamos, seguía trabajando feliz y contento sin desayunar y sin preocupación, en algún lugar lejano, ya que él no se veía.
—Supongo que se dará cuenta que nos fuimos, — les dije a mis compañeros, mostrando mi mal humor, y así diciendo nos regresamos a buscar la salida.
Cuando uno está decidido, no falta la energía, y fácilmente salimos, trepando los sesenta metros como cabras de monte, sin dificultad alguna, contentos de dejar atrás el maldito barranco que nos tenía sin dormir. Fue solamente cuando llegamos a lo alto que se nos vino el cansancio arriba, como la misma ola que temíamos. Ahí mismo, sin siquiera armar la carpa o prender fuego, sin ceremonia alguna, nos tiramos a dormir.
Horas y horas después el sol bajaba y uno por uno despertábamos para encontrarnos con una linda fogata y el olor a carne de chulengo a la parrilla. Don Tito mientras, en cuclillas al lado del fuego, nos estudiaba con una mirada tolerante, como la de un buen padre aceptando las limitaciones de sus hijos, mientras cuidadosamente afilaba su cuchillo previo a rebanar una porción.
Cinco meses más pasamos buscando oro, y lo encontramos, pero siempre en situaciones límites. — ¿Por qué diablos tiene que ser tan difícil de sacar?— preguntaba yo. —Si no nos arroya un aguacero, se nos cae el cerro arriba o nos caímos a un desfiladero. Esta miserable cordillera está llena de aguaceros, cerros y desfiladeros. Y como si eso fuera poco, — lamenté, —ahora tenemos que estar preocupados del león.
Y no me refería al león imaginario de un torrente enfurecido. Este era un león de verdad. Y no solo eso: en ese momento pensamos que era uno, pero cuando don Tito mató tres en una misma tarde, nos dimos cuenta que nuestros alrededores estaban plagados de leones. Bueno, tal vez no plagados, pero eran varios y según las señas, estaban por todos lados.
Me explico: habíamos subido más arriba. Creo que estábamos a cuatro mil metros, quizá un poco más, y a esas alturas habíamos llegado paso a paso siguiendo la pista del oro por un estero que vagabundeaba montaña arriba. Se trata de encontrar un poco de color cribando y observar las pepas ‒ con una lupa si son pequeñas. Si están redondas y lisas, quiere decir que el oro viene de más arriba. Si están ásperas, quiere decir que el depósito está cerca. Para cribar, es más fácil con agua y por eso seguíamos un estero. Como pueden sospechar, las pepas estaban lisitas. En otras palabras y demonios, había que subir. Una idea simple, pero como dicen, la diferencia entre la teoría y la practica está en la práctica.
Lo que se puede decir con absoluta seguridad, es que en la cordillera no hay falta de agua. Hay falta de todo lo demás: comida, calor, ropa seca, mujeres atrevidas, té y café, whiskey, sal, mate y noticias, mas todo lo que uno se puede imaginar, pero no agua; si agua fuera dinero, la montaña era más que solvente. Millonaria incluso.
Yo había leído que la combinación agua y hielo era lo que eventualmente rompe la montaña y la manda rodando a la mar en rebanadas chicas ‒ lo que llaman erosión. Es aquí donde no estoy de acuerdo con los que saben y le hacen perder el tiempo a otros, dando cursos explicando que el proceso de erosión es lento. A mí me pareció que no tanto: cada noche helaba y cualquier agua en una rendija se congelaba y rompía la piedra. Así de sencillo. De una piedra grande a dos mitades en veinticuatro horas. Multipliquen eso por varios millones de años, lo cual no es mucho cuando se trata de montañas, y si no fuera que los Andes todavía ascienden, en mi opinión, ya no quedaría nada, y todo estaría a nivel de mar. Pensándolo bien, y ahora que lo he visto, creo que esos tal por cuales nombrados expertos nunca subieron siquiera una colina ni menos una montaña.
En general, no maldigo mucho, puesto que de haber oro, había. La desgracia era que aquí no habían truchas, era demasiado alto, incluso para ellas, pero como ya mencioné, si abundaba el león, y eso nos mantuvo por cuatro meses: león asado, león ahumado, león a la parrilla, caldo de león . . .. Se puede decir que el menú de alta cordillera era león o león y que yo sepa, solamente hay tantas maneras de preparar carne, especialmente sin sal, sin pimienta, sin absolutamente nada. Tanto así que de pensar en comer más león yo llegaba a rugir. Pienso que mis compañeros igual. Todos menos don Tito: un hombre eternamente tranquilo, contento comiendo lo que llegaba a la parrilla y como siempre, sin decir nada. Don Tito era de aceptar las cosas que vienen de buenas ganas, pero yo no y mis compañeros menos. Y ni se por qué hacíamos tanto alboroto y chirridos, invocando la mala suerte, los espíritus de la montaña que claramente nos tenían la contra, nuestros antepasados que no supieron ganar millones, cosa de evitarnos todo esto. Total, conforme teníamos que comer algo o morirnos de hambre. ¿Y que comían los leones? Se supone que guanaco, pero de esos no vimos ni uno.
Entre otras cosas, habíamos perdido toda noción del tiempo, pero no don Tito. El acuerdo era que llegando fines de Febrero bajaríamos y según él, ya quedaba poco tiempo. —Se ha dado el caso—, explicaba con suma paciencia, —que los pasos cordilleranos se cierran con la nieve y los que se encuentran en altura no pueden bajar—. No teníamos ningún deseo de pasar un invierno aquí, y pensándolo bien probablemente no era factible.
Nos manteníamos bien ocupados, si, puesto que cribar oro no es fácil y además no era lo único: había que cazar, cocinar, juntar leña, reparar zapatos, hacer fuego, aparte de mil cosas más y todo esto a una altura donde la falta de oxígeno hace del caminar un esfuerzo. Y para que hablar del clima. Y por clima me refiero a la lluvia y viento. Eso era otro punto aparte. Con un sol ardiente que daba ganas de asolearse, se ponía a llover en cosa de minutos y no paraba por días. Y no lluvia como en terrenos bajos donde vive el hombre de juicio. Esta lluvia era otra cosa: tanta y tan fuerte que no dejaba respirar: una persona bostezando a mal momento y seguro se ahoga. Bueno, quizás cacareo demasiado, pero no había forma de estar seco: en esos meses vestimos ropa húmeda o mojada sin excepción, incluso para dormir, con las botas llenas de agua continuamente. Y ni hablar del viento. Con la lluvia, por lo menos era posible caminar y a veces con suerte trabajar, pero no con el viento. Con el viento no quedaba otra que esconderse. Era mucho, bravísimo y tan frio que llegaba a doler los huesos y no había forma de abrigarse: no quedaba otra que agazaparse, sea detrás de una roca, o de cualquier cosa: era suicido ponerle frente al viento.
Don Tito nos advirtió que como precaución, mejor hiciéramos zapatos para la nieve. — ¿Para qué? —nos preguntamos entre risitas. —Si empieza a nevar en serio, nos vamos—, le dijimos, convencidos que recalcábamos lo elemental, lo obvio, y que irnos sería fácil.
Debiéramos haber sabido que si bien nos dijo eso sin alzar la vos ni comunicar ninguna urgencia, el acto de hablar ya suponía importancia, pero en el momento lo dejamos pasar como la trabajosa idea de un viejo exagerado. Así todo, no por decirle que era exagerado dejó de hacer un par para él, aunque se demoró mucho a nuestro modo de pensar, y nos dábamos cuentas que también ahumaba carne. Kilos y kilos de carne de león que decía nos sería útil un buen día, pero nosotros no queríamos verla, o tocarla, ni menos olerla.
A mediados de febrero, de improvisto, empezó a nevar y no nos dimos cuenta. Una noche nos acostamos tarde con el cielo estrellado y debiéramos haber sabido que algo raro pasaba ya que nos despertó el silencio: el fuego no chisporroteaba como de costumbre, había una oscuridad completa y el silencio era absoluto.
Amanecimos con un metro de nieve en el suelo y no paraba. Para colmo, don Tito no estaba. Durante la noche seguro había salido pero ahora ni rastro de él se veía bajo tanta nieve. No podíamos hacer otra cosa más que esperar. Él nos había dicho que deberíamos juntar leña para justo esta ocasión, pero como tontos no le hicimos caso. Lo bueno es que él si la juntó, razón por la cual leña no faltaba. Igualmente nos había dicho que tuviéramos carne para una semana en caso de tormenta, pero tan entusiasmados sacando oro estábamos que lo consideramos excesivo y no almacenamos nada. Por suerte él sí. Gracias a él no nos faltaba que comer; era mayormente carne de león, pero a esas alturas, (y no lo digo buscando la ironía) no estábamos en condiciones de practicar ser delicados.
Yo pensaba que don Tito se había ido o nos había dejado. Otros decían que nos había abandonado, pero pensándolo bien, nosotros siempre fuimos los que lo abandonaban a él. Después pensamos que algo le había pasado, pero refugiados en la carpa como estábamos y rodeados de un cerro de nieve no teníamos forma de averiguar. En el cuarto día cuando paró de nevar ya había dos metros en frente a la carpa: estábamos rodeados, aislados del mundo, y si no fuera por el calor de la carpa, abrimos muerto enterrados. Apenas nos mantuvimos, arropados adentro de la carpa, al mismo tiempo que cada rato más deprimidos imaginándonos que todos los pasos estarían cerrados, y tratando de no pensar en lo que nos esperaba, cuando en eso, salió el sol, lo cual fue una sorpresa y nos reanimó bastante. Y a la hora de salir el sol, también apareció don Tito.
Para que decir lo contento que estábamos. Primero de verlo sano y salvo, después porque con él, seguro nos librábamos de pasar un invierno en la montaña. Ninguno de nosotros pensábamos que se podía pasar el invierno aquí, pero no queríamos explorar más allá. Al paso que íbamos, en unos días estaríamos sin comida y sin leña, ¿y después qué?
Don Tito entró en la carpa, nos miró con esos ojos tan penetrantes que tenía y dijo una sola palabra. —Vámonos.
Podría haber cantado una ópera por completa y no habríamos estado tan alegres como escuchando esa una palabra.
—Vámonos, — repetimos en conjunto los cuatro, saboreando la palabra como un buen whiskey o el lindo y delicado beso de unos labios recién pintados. Nosotros sabíamos lo que representaba irse, y no era lo mismo para todos: en los últimos cuatro días nos habíamos contado todos los sueños que teníamos, habidos y por haber, y no eran pocos.
Mi amigo Félix al cual le decíamos gato, hablaba de volver a su familia, de ver a sus hijos, de estar en su casa, y ahora con su kilo y tanto de oro deseaba comprarle a su señora un vestido al igual que a su hija. Para él y su hijo de cuatro años una montura y el resto para pagar deudas y tener un ahorrito.
Miguel por otro lado, quería nada menos que ayudarle a su mamá. La señora estaba sola y con un poco de dinero podía contratar alguien que le ayude. Miguel era soltero pero vivía para su mamá. Antes, nos habríamos burlado de él, pero refugiados en una carpa tan chica y por poco tapados de nieve, faltaba espacio para la burla.
Rogelio deseaba comprarse una casa con un terrenito. Según él, quizás una hectárea. Soñaba con tener gallinas, unos patos, un potro, y no vivir tan apiñado como en la ciudad.
Por mi parte, les dije que tenía tantos proyectos, mejor dejaba el oro acá, y me olvidaba de todo, total igual no era suficiente para lo que pretendía hacer. Estaba bromeando, claro, pero si tenía proyectos. Con diecinueve años recién cumplidos, no pensaba ni una pisca en el futuro, por supuesto que quería gastarlo todo hoy, y tenía un buen poco para gastar. Me demoré años en aprender que si bien no era una tremenda fortuna, bien administrado era un comienzo y gracias a don Tito que finalmente lo aprendí. Pero eso es otro cuento y viene después.
En ese momento, con mochila al hombro, entusiasmados de volver, y cargando nuestra pequeña fortuna en oro salíamos de nuestro campamento, felices de bajar y dejando la carpa atrás. Según don Tito, ya no era necesaria, indicando que menos peso, mejor. Así todo, por mucho que tratamos de caminar, fue imposible: nos hundíamos. Don Tito con sus zapatos de nieve andaba lo más bien y parecía flotar por arriba de la nieve, y eso que iba cargado con todo su equipo, incluso sus varios kilos de oro y no lo sabíamos en ese momento pero casi treinta kilos de carne de león ahumado además. Cuando vio que no avanzábamos ya que estábamos hasta la cintura enterrados en la nieve, volvió y nos hiso una pregunta. — ¿Por qué no se ponen los zapatos de nieve que les recomendé hacer?—Lo cual creo fue la frase más larga que le escuché decir en todo el viaje.
Nos miramos entre nosotros, avergonzados de no haberle hecho caso y preocupados también. Evidente que sin zapatos de nieve . . . imposible bajar.
Don tito nos estudió enterrados hasta la cintura un largo rato y con mirada que proclamaba —estos burros no tienen remedio, — fue a buscar cuatro pares de zapatos de nieve que guardaba fondeados debajo de unas ramas. Los había hecho en frente de nosotros y nosotros burlándonos de él porque se demoraba mucho en hacer su par. Claro que se demoraba mucho: cinco veces más incluso, ya que estaba haciendo cinco pares y no uno. Pero como era su costumbre, en el momento aguantó las chacotas en silencio, con una paciencia de sordo y monje budista además y nunca dijo tío ni pío. Así todo, no por las burlas dejo de hacer nuestros zapatos.
Al fin de cinco días de tortuoso viaje, en el cual nos comimos toda la carne ahumada que cargaba don Tito, y ojo, regimentada además, llegamos a una cima a los pies de la cordillera donde a la distancia se divisaba la ciudad más cercana. En verdad, resultó ser un pueblucho miserable, pero en eso momento nos pareció ser Paris. Estaba lejos si, quién sabe a cuantas horas caminando, pero qué lindo ver caminos y casas y rebaños de ovejas y gente circulando nuevamente: nos sentimos a salvo por primera vez en un largo tiempo y para que decir la emoción. Tanto así que los cuatro teníamos lágrimas de alegría y habiendo vivido juntos tanto tiempo, no nos importó que los otros se dieran cuenta. Tanta emoción que cuando miramos nos dimos cuenta que perdíamos el tiempo: don Tito nos llevaba varias cuadras de distancia y nos apuramos para no perderlo de vista.
Al llegar abajo, lo primero que hicimos fue entrar a un bar. Por lo visto el único bar, y la mirada que nos dieron fue apreciable. Tengo que decir que no me había cambiado ropa en varios meses, y mirando el espejo no me reconocí: no me acordaba ser tan flaco con barba negra y melena imitando nidal de pájaro hasta los hombros. Además vestía ropa sucia y suelta que con seguridad apestaba a fogón, a león, a pescado ahumado, a humedad y transpiración; igual que mis compañeros: éramos dignos de un retrato.
—Antes de gastar todo tu dinero mijo—, murmuró don Tito, —mejor me das la parte que le prometiste a tu madre.
Fruncí, para luego meter mano en la mochila y con pocas ganas rendí la bolsa con mi oro. Igual me quedé con unas cuantas pepas. Mantengo que después de seis meses de montaña trabajando como bestia y arriesgando el pellejo un hombre se merece una visita al peluquero. Lo mismo que un baño, una botella, una buena cama y los mimos de una morocha, no necesariamente en ese orden.
Don Tito me llamaba —mijo—, igual que a mis compañeros, igual que a medio mundo y las veces que habló de nuestra relación, explicaba que yo era hijo de su primera esposa. Lo que no mencionaba era que mi madre siempre fue su única esposa. Se habían casado jóvenes, y que yo sepa siempre estuvieron enamorados. En casa y delante de mis amigos, me daba vergüenza escucharlo decir, —si mi amor, no mi amor, como no, preciosa, constantemente refiriéndose a mi madre como linda, declarando que ella era su perla y pajarín: cuando él estaba en casa, mi madre siempre canturreando. Sin duda lo tenían dominado . . . o tal vez no. Quien sabe, porque de vez en cuando pasaba una mirada ente ellos que no incluía a nadie más. Lo que no sabía entonces y me llevó años en aprender, era que mi padre era hombre entre los hombres y en casa, totalmente dedicado a mi madre y ella, la reconocida jefa de nuestro pequeño clan. Si mamá o esposa daba órdenes, se cumplían al pie de la letra, por mucho que yo alegaba. Como se pueden imaginar, yo siempre alegaba.
Don tito nunca alegaba.
Ella nos dejaba salir a recorrer, pero tenía sus reglas: llegar con dinero a casa una de ellas. Por lo demás, yo sabía que mi parte quedaba en ahorros a mi nombre. —Para mi futuro—, según ella. ¿Y quién era yo para discutir con mamá?
— ¿Cuánto tiempo estuvieron arriba?— me preguntó el dueño del local, que por lo demás no demostró sorpresa alguna al vernos. Don Tito era conocido.
— ¿Qué fecha será? le pregunté a don Tito.
Ahí fue cuando lanzó su cuchillo al calendario y el resto de la historia ya la saben.
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